jueves, 24 de julio de 2008

UNA TARDE DE SOL

Sí, quiero guardar una tarde de sol para ti; o mejor, una tarde de sol tras una tormenta. ¿Te imaginas? Podemos quedar con antelación, planificando la ocasión tras mirar con detenimiento el parte meteorológico, escogiendo con cuidado la tarde perfecta en que el sol volverá plata las gotas de lluvia sobre la superficie de roca pulida de la montaña y el metal resplandecerá como nuevo tras el chaparrón.


Pero también podría ser todo más casual: tal vez llegaste a casa corriendo, refugiándote de la lluvia, empapados el pelo y la chaqueta, con la humedad reptando peligrosamente por los camales de tu pantalón. Irás a cambiarte malhumorado, pensando que la tormenta ha arruinado una tarde magnífica, y que ahora sólo podrás conformarte con llamarme con voz de circunstancias y proponerme ver una peli del videoclub, de esas que ya vimos en el cine, porque sabes de sobra que semanalmente nos recorremos religiosamente la cartelera y lo único que nos queda por ver es lo que nunca veríamos. Al volver a mirar por la ventana, con el entrecejo levemente fruncido y la mirada resentida (como puedes comprobar, conozco tus estados de ánimo como si fueran míos), descubres maravillado que la lluvia ha cesado, y que por entre las nubes negras se asoma un sol agresivo que tiñe de rojo sangre las casas de ladrillo y hace que las fachadas blancas luzcan tanto como para herir la vista. Coges el teléfono animado, pero en el último momento te lo piensas mejor y decides no llamar.


Sales a la calle con la sonrisa renovada, esa sonrisa que rezuma timidez, como si siempre estuviera pidiendo permiso para expresarse. Todavía llevas el pelo medio mojado y reluce como un puñado de oro bajo el sol (sabes que siempre te prevengo contra eso, cualquier día vas a acabar cogiendo un enfriamiento, no dirás que no te aviso) y te acercas a mi casa con esos andares contenidos y preñados de despite que siempre gastas. Vas mirando hacia las azoteas, intentando capturar los rayos de sol que se filtran coquetos entre las nubes en retirada, aspirando el suave olor a mojado, escuchando los sonidos cotidianos, que parecen nuevos tras la atronadora cacofonía de los truenos.


Yo también miro el prodigio del redimido sol de la tarde. Brilla con una fuerza inusitada, como si pretendiera demostrar que se merece una segunda oportunidad tras desaparecer entre los velos oscuros de las nubes, tras desertar del día. También huelo el olor de la tarde, y escucho fascinada el despertar de los trinos de los pajaros y los ruidos de la vida, dormidos mientras atronaba en el cielo la voz de Zeus.


Tocas al timbre, pero a esa hora yo no espero a nadie... Así que me das una sorpresa mayúscula. Dejo lo que estaba haciendo (de todas formas, estaba mirando por la ventana; la amenazante pila de exámenes que aún resta por corregir tendrá que esperar), me arreglo como puedo, a medias, ya sé que tú no eres demasiado exigente con esas cosas y siempre te ríes y bromeas con mi aspecto de muñeca de porcelana de los fines de semana.


Salimos cogidos de la mano y sin si siquiera plantearlo, nos dirigimos de forma unánime a la tetería del Lobo de Plata. Hoy escogeremos esa mesa junto a la ventana, desdeñando la oscuridad acogedora de su más profundas fauces, porque la tarde no es para perdérsela. Pero de camino a la tetería pasamos por el parque donde los críos retozan y saltan dentro de los charcos de ámbar. El suelo mojado se viste de aluminio, y yo imagino que, desde el cielo, con su forma alargada, debe parecer un enorme bocata recubierto de papel Albal. De pronto, un escurridizo arco iris viste la fuente de colores.
No hablamos mucho: yo respeto tus silencios (ya estoy habituada a ello, a pesar de padecer de verborrea crónica) y tú observas refugiado en una de tus medias sonrisas, que nada tiene de irónica, como me pierdo en los detalles de esta tarde maravillosa.
Tú escoges té de jazmín (por cumplir, ya sé que no te gusta demasiado el té, pero que, al igual que yo, te encantan las teterías), y yo me decido por uno de esos tés oscuros y cargados con aroma oriental y nombre exótico. Gasto mi azúcar y el tuyo, ya sabes que sólo hago excesos con los dulces cuando bebo té, mientras tú prefieres el amargor de la infusión original, sin disfraces. Charlamos sobre el día mientras removemos el té, mientras lo bebemos con esos aires de ritual con los que vestimos las grandes ocasiones, mientras contemplamos el sol vencedor a través de los cristales. La tetería se va llenando poco a poco (¿no te dije que habíamos sido de los primeros en llegar?) y entre conversación intrascendente y anécdota cotidiana, de esas que hilvanan nuestras charlas y que te hacen encantador e irresistible, entre risas vanas y chistes malos, te miro, y te doy las gracias con los ojos por esta tarde de sol, esta maravillosa tarde que siempre quise guardar para ti, sólo para ti.

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