viernes, 4 de abril de 2014

CREPÚSCULO EN EL PUERTO


CREPÚSCULO EN EL PUERTO

El barco arribó en el crepúsculo, cuando las luces de la ciudad ya se estaban encendiendo. En la lejanía, el sol doraba el poniente envuelto en brumas, impidiendo ver lo que se extendía más allá de la boca de mar encajonada entre colinas que hacían de aquel puerto el más resguardado de la costa. “El más resguardado, sí, pero no el más seguro. Hay algo muy siniestro en ese lugar” había dicho el viejo lobo de mar, divagando mientras ahogaba las penas en ron. El capitán recordaba ahora sus palabras, y tragando saliva hubo de admitir que tenía razón, y que ni siquiera llevar entre su tripulación a uno de los de la Gente Pequeña ayudaba a calmar sus aprensiones; lo divisó en la proa, envuelto en una capa con capucha, apoyado en el sempiterno cayado cuyo golpeteo sordo en las tablas de cubierta anunciaban sin posible error a su misterioso dueño. El hombrecillo era el único que observaba con anhelo el puerto y la ciudad; el capitán habría pagado por no tener que recalar en aquel sitio, pero los graves desperfectos que había sufrido la nave tras el enfrentamiento con el enemigo no dejaban muchas más opciones: había que repararla, y ningún lugar podía brindarse tan conveniente como aquel.


Observó la ciudad y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Mientras que los muelles tenían un tamaño adecuado para su navío de guerra, todo lo demás era diminuto, de la estatura que las gentes hurañas y reservadas que habitaban el lugar: la exigua boca de túnel dando paso al canal que penetraba en la urbe, partiéndola en dos mitades; los puentes de barandillas bajas, forjadas en hierro al que, milagrosamente, no había afectado el salitre y las casas, arracimándose alrededor de los muelles como si no fueran más que maquetas de una ciudad real.


Se preguntó si el resto de la población estaba tan cuajado de escaleras como el puerto: escalones de piedra de escasa altura serpenteaban desde los muelles de madera desvencijada y carcomida por la humedad, sin orden fijo, sin planificación, y se extendían por doquier sin que la vista del capitán lograra definir su final; sonrió aliviado ante la perspectiva de pasar la noche a bordo y no tener que internarse en aquellas callejas irregulares y zigzagueantes en busca de algún alojamiento de su medida.


Contempló las viviendas, que deberían haberle resultado de apariencia agradable o al menos curiosa,  sin acertar a comprender por qué se le antojaban tan inquietantes. Pareciera como si cada una de ellas hubiese sido erigida en momentos distintos, sin derribar lo anteriormente construido: los tejados se superponían, y era común observar buhardillas y pequeños torreones que surgían en ellos, como indiscretas cotillas de lo que pasaba un poco más allá de los muros del hogar. El capitán imaginó a las familias de la Gente Pequeña, cenando tras las ventanas iluminadas, aparentemente ajenas al mundo, pero observando a los demás tras un cristal vidriado lo suficientemente disimulado y hermoso.


Suspiró con resignación al contemplar la sombría vista del puerto, al mismo tiempo que le llegaba un ligero aroma acre que se le metió en las fosas nasales, haciéndole recordar viejas historias que el hombrecillo del bastón le contaba sobre los secretos brebajes que preparaba su gente: pudo imaginar que a eso se debían el hedor que, conforme se acercaban a los muelles se hacía más evidente, y la bruma que envolvía la ciudad saturando la atmósfera. El cielo era una bóveda de nubes grises y plomizas sobre las casas, y sólo se tornaba anaranjado, rojizo, hacia el oeste, iluminado por el último sol. Antes de que el crepúsculo se lo llevara y que la nave se internara definitivamente en los oscuros recovecos del puerto, el capitán dejó sus ojos prendidos en el horizonte, en las dos moles de piedra que representaban a los dioses de aquella gente, en el faro puntiagudo que pronto tomaría el relevo del astro rey, en la luminosidad etérea y suave que ya se apagaba para dejar paso a la más descorazonadora oscuridad.