jueves, 24 de julio de 2008

UNA TARDE DE SOL

Sí, quiero guardar una tarde de sol para ti; o mejor, una tarde de sol tras una tormenta. ¿Te imaginas? Podemos quedar con antelación, planificando la ocasión tras mirar con detenimiento el parte meteorológico, escogiendo con cuidado la tarde perfecta en que el sol volverá plata las gotas de lluvia sobre la superficie de roca pulida de la montaña y el metal resplandecerá como nuevo tras el chaparrón.


Pero también podría ser todo más casual: tal vez llegaste a casa corriendo, refugiándote de la lluvia, empapados el pelo y la chaqueta, con la humedad reptando peligrosamente por los camales de tu pantalón. Irás a cambiarte malhumorado, pensando que la tormenta ha arruinado una tarde magnífica, y que ahora sólo podrás conformarte con llamarme con voz de circunstancias y proponerme ver una peli del videoclub, de esas que ya vimos en el cine, porque sabes de sobra que semanalmente nos recorremos religiosamente la cartelera y lo único que nos queda por ver es lo que nunca veríamos. Al volver a mirar por la ventana, con el entrecejo levemente fruncido y la mirada resentida (como puedes comprobar, conozco tus estados de ánimo como si fueran míos), descubres maravillado que la lluvia ha cesado, y que por entre las nubes negras se asoma un sol agresivo que tiñe de rojo sangre las casas de ladrillo y hace que las fachadas blancas luzcan tanto como para herir la vista. Coges el teléfono animado, pero en el último momento te lo piensas mejor y decides no llamar.


Sales a la calle con la sonrisa renovada, esa sonrisa que rezuma timidez, como si siempre estuviera pidiendo permiso para expresarse. Todavía llevas el pelo medio mojado y reluce como un puñado de oro bajo el sol (sabes que siempre te prevengo contra eso, cualquier día vas a acabar cogiendo un enfriamiento, no dirás que no te aviso) y te acercas a mi casa con esos andares contenidos y preñados de despite que siempre gastas. Vas mirando hacia las azoteas, intentando capturar los rayos de sol que se filtran coquetos entre las nubes en retirada, aspirando el suave olor a mojado, escuchando los sonidos cotidianos, que parecen nuevos tras la atronadora cacofonía de los truenos.


Yo también miro el prodigio del redimido sol de la tarde. Brilla con una fuerza inusitada, como si pretendiera demostrar que se merece una segunda oportunidad tras desaparecer entre los velos oscuros de las nubes, tras desertar del día. También huelo el olor de la tarde, y escucho fascinada el despertar de los trinos de los pajaros y los ruidos de la vida, dormidos mientras atronaba en el cielo la voz de Zeus.


Tocas al timbre, pero a esa hora yo no espero a nadie... Así que me das una sorpresa mayúscula. Dejo lo que estaba haciendo (de todas formas, estaba mirando por la ventana; la amenazante pila de exámenes que aún resta por corregir tendrá que esperar), me arreglo como puedo, a medias, ya sé que tú no eres demasiado exigente con esas cosas y siempre te ríes y bromeas con mi aspecto de muñeca de porcelana de los fines de semana.


Salimos cogidos de la mano y sin si siquiera plantearlo, nos dirigimos de forma unánime a la tetería del Lobo de Plata. Hoy escogeremos esa mesa junto a la ventana, desdeñando la oscuridad acogedora de su más profundas fauces, porque la tarde no es para perdérsela. Pero de camino a la tetería pasamos por el parque donde los críos retozan y saltan dentro de los charcos de ámbar. El suelo mojado se viste de aluminio, y yo imagino que, desde el cielo, con su forma alargada, debe parecer un enorme bocata recubierto de papel Albal. De pronto, un escurridizo arco iris viste la fuente de colores.
No hablamos mucho: yo respeto tus silencios (ya estoy habituada a ello, a pesar de padecer de verborrea crónica) y tú observas refugiado en una de tus medias sonrisas, que nada tiene de irónica, como me pierdo en los detalles de esta tarde maravillosa.
Tú escoges té de jazmín (por cumplir, ya sé que no te gusta demasiado el té, pero que, al igual que yo, te encantan las teterías), y yo me decido por uno de esos tés oscuros y cargados con aroma oriental y nombre exótico. Gasto mi azúcar y el tuyo, ya sabes que sólo hago excesos con los dulces cuando bebo té, mientras tú prefieres el amargor de la infusión original, sin disfraces. Charlamos sobre el día mientras removemos el té, mientras lo bebemos con esos aires de ritual con los que vestimos las grandes ocasiones, mientras contemplamos el sol vencedor a través de los cristales. La tetería se va llenando poco a poco (¿no te dije que habíamos sido de los primeros en llegar?) y entre conversación intrascendente y anécdota cotidiana, de esas que hilvanan nuestras charlas y que te hacen encantador e irresistible, entre risas vanas y chistes malos, te miro, y te doy las gracias con los ojos por esta tarde de sol, esta maravillosa tarde que siempre quise guardar para ti, sólo para ti.

ELLA SIEMPRE HABÍA CREÍDO EN EL DESTINO

Ella siempre había creído en el destino, en esa firme mano que, sin saberlo nosotros, nos lleva hacia el fin deseado e inesperado, pero siempre favorable. Creía en la inspiración del momento, el horóscopo de la jornada, la predicción semanal y el calendario chino. Se miraba de vez en cuando las manos y leía a medias, con trazas inconfundibles de aficionada, los devaneos de las líneas trazadas en su carne: ¿creatividad en el monte de la Luna, casamiento en el monte de Mercurio, longevidad en la línea de la vida, fidelidad en la línea del corazón...?
Sobre todo, creía en el destino en el amor: un hombre para ella, el hombre que colmara su alma y despertara sus sentidos. Lo encontraría algún día (la fecha exacta venía entre el monte de Mercurio y la línea del Corazón, pero siendo una aficionada no podía leerla), y entonces todo sería claro, y el mundo, perfecto. Tan sólo le preocupaba una cosa: el destino siempre jugaba sus jugadas maestras cuando menos lo esperamos, y ella... lo esperaba siempre. Disfrutaba imaginando sus pasos, intentando adivinarle las estrategias, husmeando sus señales... hasta considerarse a sí misma una maestra en su devenir, incluso sin poseer ningún curso de pitonisa avanzada o iniciación a la quiromancia.

Ella creía que el destino existía, sin ninguna duda, y... era cierto. Así que, un día, jugó su jugada maestra. Ella lo esperaba, como siempre, y lo buscaba en los imprevistos, los sucesos inesperados que se presentaban sin avisar en su vida... como el hecho de coger el tren cuando siempre cogía el autobús. Así lo hizo aquel día. Como siempre, pensó que hallaría al hombre de su vida aquel día, en la estación, y lo encontró... sólo que de distinta manera a como esperaba encontrarlo.

Ella esperaba a un romántico soñador de pelo oscuro, rebeldía soterrada y valor incuestionable, con un enigmático aire a caballo entre el héroe sufriente y el poeta maldito (después de tanto tiempo haciéndola esperar, no se iba a conformar con menos). Sin embargo, encontró a un chico larguilucho y de pelo castaño desvaído, pasividad evidente y valor muy bien escondido, con un vulgar aire a caballo entre el estudiante conformista y el chico-normalucho-de-toda-la-vida. No se dio cuenta, por supuesto, de que era él, aunque llevaba años esperándolo. Simplemente, no lo imaginaba así.

A pesar de lo que pudiera parecer, conectaron y a la larga, intimaron, pero siempre interponiendo el muro de la eterna amistad porque, claro, ella seguía esperando al hombre de su vida que el destino le tenía preparado y que le presentaría ante sus narices un día cualquiera. Y, por supuesto, no era él, que a pesar de tener muchas más cualidades de las que apreciara en el primer vistazo y de ser mucho más apuesto de lo que en un primer momento se atreviera a admitir, seguía sin tener el pelo oscuro y carecía de aquel aire a caballo entre héroe sufriente y poeta maldito.

El tiempo pasó, y él también. Ahora está lejos de su vida, tal vez al alcance de una llamada telefónica o una felicitación navideña, pero lejos al fin y al cabo. Ella ya se ha dado cuenta del error, y ha comprendido, por fin, que cuando esperamos demasiado al destino, suele jugárnosla con las más increíbles de sus sorpresas, haciendo que no nos percatemos de lo cerca que tenemos el anhelado paraíso que, curiosamente, se viste de diferente color al que habíamos imaginado, y confundiéndonos como castigo a nuestra petulancia. Ahora ella no sabe si el destino lo cruzará de nuevo en su camino o si debe buscarlo, si era destino perderlo al igual que había sido destino encontrarlo, o si tal vez tan sólo debía esperar otra mano maestra del azar. Se limita a vivir, sin más. Tal vez es lo que siempre debió hacer para, al menos, no confundirse de sueño.

Pero el destino existe...

EL PINTOR DE PESADILLAS (II)

- ¿Y entonces qué son? - preguntó tozudamente, su voz marcada por un tono agresivo, casi belicoso, que tan pocas veces usaba con el Maestro.
- No son más que una mezcla de recuerdos, deseos frustrados, obsesiones cotidianas, un recordatorio de nuestras miserias humanas y un catálogo de nuestros más inconfesables anhelos.
- Imposible - afirmó categóricamente, algo que tampoco solía hacer cuando hablaba con el Maestro - Yo jamás he visto semejantes cosas, no puedo recordarlas, y tampoco puedo desear algo que no conozco. No tiene sentido.
- Por lo general, los sueños no tienen sentido. Son sólo fragmentos dislocados de la realidad, mezclas informes. Tú dices que nunca has visto con anterioridad aquello que sueñas: no es necesario. Si conoces un caballo y conoces un hombre, conoces al centauro. No importa que exista o no, es una creación de tu mente.
- ¿También praderas negras, volcanes de sangre, sombra de seres invisibles, aguas dotadas de vida, abismos eternos, cielos de...?
- Conoces la pradera y el color negro; los volcanes y la sangre; las sombras y el concepto de invisibilidad; el agua y la vida; el abismo y nuestra idea de eternidad... Tienes una mente especialmente activa, Vhalan, y una imaginación desbordada, que se plasma anárquica en tus sueños. No hay nada más.
- ¿Ni la Tierra Sin Nombre? - insistió Vhalan casi con furia.
- Tendrá nombre en cuanto las gentes de la costa de Tersinden perfeccionen sus métodos de navegación y exploración y crezca su capacidad de explotación de nuevas tierras. Sólo es cuestión de tiempo que todos los misterios del mundo sean desvelados.
- Se cuentan narraciones estremecedoras acerca de la ella, leyendas que...
- La gente tiene una especial habilidad para poblar con seres imaginarios y quimeras imposibles las tierras inexploradas, lo que no conoce, lo misterioso, pero nada de ello resiste un examen riguroso de observación imparcial.

Vhalan no respondió. Veneraba al Maestro, desde que lo conocía, y la admiración era mutua. Para el anciano existían pocas cosas más fascinantes que conversar con aquel muchacho de inusual inteligencia, tan diferente del resto. Sus pinturas, elaboradas muestras de la más inabarcable fantasía, terribles composiciones donde el color se demostraba hipnótico y las líneas hacían las veces de retorcidas huellas de una mente sin parangón, lo dejaban sin aliento al primer vistazo, y tenían la virtud de atraer y mantener su atención suspendiendo el tiempo. Sin embargo, ambos tenían unos objetivos ocultos tan contrapuestos como la noche y el día: Vhalan deseaba que el Maestro gustase el sabor del misterio, lo encauzase por las sendas de lo oculto y lo secreto, le dijese por fin, sin más ambages, con aquella mirada clara y serena, que todas las leyendas que había leído y escuchado a lo largo de su infancia y su primera adolescencia eran algo más que creaciones de mentes geniales o enfermas, que eran una realidad, lejana pero cierta. El Maestro, al contrario, se sentía el mentor de su cordura, el guardián de la mente voladora de aquel muchacho extraño e introvertido, aquel que lo haría abrazar el mundo de la razón y entrar por la luminosa puerta de lo tangible. Ahora intentaba convencerlo de lo insensato de su escapada, pero carecía de armas para atravesar el escudo de silencio y obstinación tras el cual se parapetaba el muchacho.

- Sólo prométeme que no volverás a intentarlo - dijo, y sus palabras adquirieron un tono de súplica del que renegó al instante de escucharse a sí mismo. Al infractor se lo amonesta, no se le ruega, pero el Maestro amaba a Vhalan como al hijo que nunca había tenido, y disciplinarlo le resultaba muy duro, a pesar de estar convencido de que era lo mejor.
- Lo prometo - aseguró el joven con los ojos perdidos en la pared del estudio. Su voz sonó hueca y el Maestro se dio cuenta de que tenía la mirada vacía de sueños.

El Maestro opinaba que todos los problemas de Vhalan procedían de sus dificultades para ubicar su identidad, para dotarla de sentido. Y todas aquellas dificultades eran producto de una infancia más que irregular, una infancia ocupada con vanos intentos de encajar y asimilar que la que hacía las veces de su madre no lo era en realidad, que la suya, la de verdad, descansaba bajo una lápida demasiado sencilla en el panteón familiar, escondida en una esquina, como si la simple presencia de su tumba fuese una vergüenza, un secreto que hubiese que ocultar a los selectos ojos de aquellos que tuvieran el gusto de visitar las viejas glorias embalsamadas de la familia real de Grenferok.

Takder III de Grenferok siempre había amado a Elvanor, antes de llevar el ordinal y el nombre de su ciudad detrás de su nombre de pila, antes incluso de comprender cabalmente que algún día sería el titular de una de las ciudades-estado más grandes y poderosas del Imperio. La había amado incluso sin saberlo, desde el primer día que la vio, cuando él no era más que un muchacho atolondrado que llevaba de cabeza a su padre y a sus tutores y ella una niña de cabellos de oro y risa de cristal. Se casaron en cuanto ambos alcanzaron la mayoría de edad, sin albergar ninguna de las dudas que a menudo atenazan a quienes se plantean contraer matrimonio. Pasaban los años y la felicidad de la pareja se fortalecía día a día, a pesar de la falta de hijos. Sin embargo, en Grenferok había imperado siempre una despiadada política de "A rey muerto, rey puesto", y varias voces se elevaban a diario criticando la esterilidad de la reina, que muchos atribuían supersticiosamente al castigo de algún misterioso dios, tal vez por habese atrevido a ser demasiado felices. Por eso Elvanor partió hacia las Montañas Grises, donde se decía que habitaba una comunidad de sabias mujeres que conocían el secreto de todas las plantas, secretos remedios para todo tipo de dolencias y enfermedades, luminosos brebajes que llevaban la salud a quienes los bebían. Tanto ella como su comitiva desaparecieron en las Montañas Grises, sin llegar a su destino.
Takder la esperó durante más de un año, el tiempo límite que las leyes de Grenferok disponían para deshacer un matrimonio y sustituirlo por otro si el cónyuge desaparecía o no se sabía nada de él. Simplemente se le declaraba muerto y se buscaba a otra persona siguiendo, por supuesto, la efectiva política de "Rey muerto, rey puesto", que tan bien funcionaba en Grenferok. Takder se negó a ello, a pesar de todas las voces que clamaban por un heredero y todas las ofertas tentadoras, más o menos veladas, que se le presentaron.
Cuando llevaba un año y medio sin Elvanor, una misteriosa mujer de cabello oscuro pidió asilo en el castillo durante una noche de tormenta. Al ama de llaves le dio pena, y no sólo le dio cobijo, sino que le ofreció un trabajo en el cuerpo de camareros del rey. Fue así como Takder comenzó a fijarse en ella, y decidió ahogar algunas de sus noches de dolor en sus brazos. Le fascinaba, sin quererlo, el negro sin fondo de sus cabellos y sus ojos, y el abismal contraste entre estos y su piel de nácar, o las canciones misteriosas que gustaba de susurrar a su oído.
Ella le ocultó su estado hasta que fue demasiado patente y Takder aceptó a su hijo, aunque no le dio a la madre ningún tipo de garantía sobre un futuro matrimonio. Ella tampoco se la pidió. Se conformó con aprovechar el abundante tiempo libre del que dispuso cuando dejó de trabajar vagando por el castillo y la ciudad con sus nuevos vestidos de seda negra. El médico le había prescrito reposo y paseos tranquilos a partes iguales ante su frágil estado de salud, y el rey se cuidó de que todo favoreciera el bienestar de su concubina y del hijo que llevaba en su vientre. No la amaba, pero sentía por ella una suerte de sencillo afecto que le impedió renegar de ella, incluso cuando recibió aquella misiva de parte de las Hermanas de las Montañas Grises donde se le comunicaba que Elvanor había sido rescatada de entre una sanguinaria tribu montañesa que la tenía cautiva y se recuperaba a pasos agigantados en el monasterio, que estaba viva y se encontraba en perfecto estado.
Takder abandonó Grenferok inmediatamente, rumbo a las Montañas Grises, dejando atrás a la enigmática mujer de cabellos negros, que simplemente languideció entre los muros del palacio. Ella intentó abandonar para siempre el castillo y la ciudad, pero su avanzado estado de gestación le impidió llevar a cabo su huída. Dio a luz una noche de tormenta, similar a aquella en que llegara al castillo, y murió antes del amanecer, tras manifestar su deseo de que su hijo llevase por nombre Vhalan, que significaba algo así como Juego del azar.
Takder llegó a la mañana siguiente acompañado de su esposa. Elvanor se hizo cargo del pequeño Vhalan, mientras esperaba a su propio hijo, que a pesar de ser el segundo de los vástagos del rey llevaría su nombre y heredaría su corona. Jamás se vio en la reina un gesto o una palabra de rechazo hacia Vhalan, tan sólo un leve temor hacia aquel chiquillo extraño de mirada desconcertante y tan oscura como la de su madre. Temía por Takder, su hijo, sin saber por qué, y sin imaginar cuánto lo quería Vhalan y cómo el destino del muchacho desencadenaría la desaparición del primogénito del rey.





ME PESA...


No te tuve, mi amor, y no me pesa,
no me pesa no tenerte entre mis brazos,
no me pesa el deber de olvidarte,
ni tampoco saber si me has amado.


Me pesa más tener el alma sola,
perdida por llanuras que no acaban,
errante en un desierto de vacío,
perder mi tiempo por algo que no es nada.


4-XII-2002



* La imagen es una pintura de Franklin Álvarez Tunqui, "Páramo"

sábado, 19 de julio de 2008

EL PINTOR DE PESADILLAS (I)


La primera vez que Vhalan escapó de casa acababa de cumplir trece años. No tenía nada en contra de su familia ni de su vida en el castillo de Grenferok, ni de la misma Grenferok, que se extendía a sus pies como un caótico hervidero de vida, muerte y asuntos humanos, unos más turbios que otros. No odiaba a su padre, que lo había aceptado como un miembro de pleno derecho de la familia donde otro lo habría rechazado como un bastardo más, ni a Takder, su hermanastro, al que profesaba un cariño que muchos legítimos hermanos de sangre querrían para sí. Ni siquiera a Elvanor, a la que respetaba profundamente: cumplía con eficacia sus deberes y era lo más parecido a una madre que Vhalan tendría jamás.

Tan sólo quería conocer el lugar del que procedían sus sueños, aquellos sueños que por la mañana pintaba arrebatado, ausente, como sumido aún en ellos. Había comenzado desde muy niño con aquella costumbre de emborronar lienzos con pinturas dislocadas que al principio Elvanor achacó a su edad y a la poca pericia con los pinceles y acabaría suponiendo, en secreto, fruto de alguna enfermedad mental hereditaria de cura improbable.

En aquel lejano atardecer de otoño, Vhalan salió sin más de sus aposentos. El soldado que hacía guardia en la puerta no se lo impidió, pues los hijos del rey tenían libertad de movimiento por el palacio. Tampoco se lo impidieron los soldados de los patios, porque los hijos del rey tenían libertad de movimiento por los jardines, el patio de armas y las almenas, ni tampoco los vigilantes de la puerta principal, porque los hijos del rey tenían libertad de movimiento por la ciudad, y mucho más el mayor de ellos, que aunque algo hosco y desconcertante, siempre había dado muestras de sensatez y juicio.

Sin embargo, Vhalan sabía que no tenía tanta libertad de movimiento fuera de Grenferok, y los vigías de las puertas de la ciudad recelarían de un adolescente vestido de seda que pretendiera salir de la ciudad sin compañía de un adulto o un escolta justo antes del cierre de las puertas. En realidad, era de lo único de lo que los vigías podían sospechar: normalmente les preocupaba más quien entraba a la ciudad que quien salía. Pero Vhalan ya tenía previsto aquel movimiento, y en el hueco del tronco de un viejo sauce que penaba a orillas del cementerio antiguo había ocultado una capa raída y demasiado remendada que había cambiado a un mendigo por un abrigo decente tan sólo unos días antes. La capa tenía la gran ventaja de poseer capucha. Si alguno de sus rasgos pretendía ocultar Vhalan eran sus ojos. Todos los miembros de la realeza los tenían tatuados: dos finas líneas negras que perfilaban sus párpados y que los hacían inconfundibles. Pero Vhalan confiaba en la habilidad de la noche para guardar secretos con su cómplice oscuridad. Junto a la capa guardaba también unas alforjas con comida que cualquier noble hubiera tragado en un magro aperitivo: él pretendía hacerla durar cinco días, lo suficiente para llegar a Estayder, la siguiente ciudad-estado.

Anduvo por los callejones y las avenidas de la ciudad con paso firme y decidido, oculto por la capucha, y se sonrió ante la falta de reverencias y saludos con que habitualmente era agasajado cada vez que rondaba por ella de forma oficial. Salió sin levantar la más mínima sospecha por la Puerta del Camino del Este, donde la oscuridad que presagiaba la noche había comenzado a engullir los barrios exteriores en sombras. Nadie le detuvo.

Vhalan siguió caminando toda la noche, y también toda la noche siguiente, y la siguiente, sin detenerse en ningún pueblo ni quitarse jamás la capucha. Sólo la piedad lo hizo detenerse, la cuarta noche, y eso dio al traste con su plan. No lo hizo por aquel viejo, que a pesar de yacer herido en el fondo de un oscuro terraplén apestaba a cerveza barata y entre alarido y alarido no paraba de proferir insultos contra su abnegada hija, que compungida y llorosa pedía ayuda a gritos desde el borde del camino. Lo hizo por ella, por supuesto, por Barhina, y porque no podía soportar el llanto de nadie. Más tarde, junto al fuego, mientras ella ponía compresas frías en las feas magulladuras que su padre tenía por todo el cuerpo, la observó sin pudor, pero tampoco sin lujuria, jamás supo mirar de esa manera. Pero la miró una y mil veces, y se perdió en sus ojos de color violeta, semejantes a un mar de tarde. Aquella noche, mientras hablaba con Barhina junto al fuego, se prometió que cuando regresase de la Tierra de donde procedían sus sueños, con el secreto de su pasado y su identidad resueltos, la buscaría y se casaría con ella, porque prefería aguardar solo toda la eternidad que vivir junto a alguien que no tuviese la mirada violeta de Barhina.
- ¿Hacia dónde te diriges? - preguntó ella.
- A la Tierra Sin Nombre, aquella de la cual proceden mis sueños - respondió él sin rodeos. Con la mujer que se ama se ha de ser siempre sincero.
- Tal vez dentro de quince años - respondió enigmáticamente ella, tras mirar el fondo oscuro de los ojos de Vhalan.
Luego le contempló con tristeza y se sumió en sus pensamientos. Vhalan no creyó oportuno preguntar por qué había dicho eso. Se encontraba subyugado por ella, y no podía parar de observarla. En uno de aquellos arrebatos de temeridad que suele provocar el amor, y mucho más el amor juvenil, se había echado hacia atrás la capucha. Tan sólo pareció desconcertado cuando ella clavó su mirada en sus ojos perfilados.
- No se lo contaré a nadie - le atajó Barhina con tono tranquilizador.
Barhina no pretendía contarlo a nadie, pero su padre, que entre las brumas del alcohol y los quejidos acertó a distinguir los peculiares ojos de Vhalan, apenas esperó a llegar a la aldea más cercana para denunciar al joven de sangre real que vagaba con ropas de mendigo. Más tarde dijo que se trataba de responsabilidad: no podía dejar a un chico de su edad abandonado a su suerte sabiendo que tenía familia. Barhina sabía que el único impulso que había empujado a su padre a la delación era la promesa de una recompensa generosa.
Vhalan volvió al palacio de Grenferok. A pesar de sus sueños, de los impulsos cada vez más acuciantes que le llamaban desde la Tierra Sin Nombre, no abandonaría el palacio y la ciudad hasta quince años más tarde, para no volver jamás.

miércoles, 16 de julio de 2008

EN SEPIA

¿Qué os evoca una fotografía en sepia? Las fotos en sepia no son como las demás. Son diferentes de las fotos a color, de aspecto actual, fresco, instantáneo, con el leve peligro de quedar desfasadas a poco que se mueva un poco el péndulo del reloj. Tampoco son como el blanco y negro, imágenes por fuerza antiguas, creadas ya con el peso del tiempo sobre ellas, como si fueran un testimonio de un pasado cada vez más lejano. Resulta curioso como el blanco y negro envejece muchas fotos: la promoción 2008 parece de pronto el testimonio de una generación de vetustos eruditos con sus letras de molde y sus rostros solemnes coloreados en blanco y negro. Sí, vetustos eruditos, más que universitarios recién titulados con la expresión congelada por la incertidumbre de un futuro mileurista.

Las fotos en sepia, sin embargo, no son frívolos testimonios de momentos intrascendentes, ni recuerdos de un pasado al que parece difícil hacer retornar. Más bien me parecen atemporales, ancladas en un instante impreciso entre el pasado y el presente, tal vez un poco más cercano al primero, y que se proyecta en la eternidad.

Hoy en día, con toda la técnica de fotografía digital existente, creo que cualquiera podría colorear una foto en sepia (digo "creo" porque no estoy segura de que yo misma pudiera hacerlo), pero hay que tener cuidado. Cualquier foto no es una buena candidata a convertirse en sepia. Debe de ser una instantánea con cierto grado de melancolía, de ensueño, también de alegría inocente y pura, de recuerdo... Un parque solitario, un viajero que sale del tren, una estación, un reencuentro cariñoso entre dos amantes, unas ruinas, el centro histórico de alguna ciudad, o sus barrios más humildes donde los niños juegan o pasea algún gato despistado, el atardecer o el amanecer (esos instantes cuando la luz natural es casi sepia)... Todos esos pasajes que impresionan nuestra retina con su suave melancolía, casi tierna.

Yo a veces imagino momentos en sepia. Suelen ser esos instantes, justo después de llover, en que las nubes se abren y el sol se filtra tímido para crear sobre los charcos y el pavimento mojado reflejos de nácar, casi naranjas. En esos momentos, más que en ningunos otros, me gustaría poder salir a la calle y pasear para conservar en mis sensaciones y mi memoria la magia que esa luz crea en el mundo recién llovido. Sería magnífico que algunos de esos momentos únicos en la vida sucediesen sobre un fondo sepia.

Ahora bien, absteneos de colorear en sepia una foto intrascendente, o sin el "toque" necesario. Podría parecer impresa en papel desvaído, mojado, envejecido a destiempo, y sin gracia. Podría impregnarse, sin ser necesario ni conveniente, de una melancolía de origen desconocido, de una tristeza sin luz, de un sentido de lo eterno que nunca ha merecido.
** NOTA: La fotografía es de Steven Mitchell**

ETÉREO (II)


Una noche más, Sebastián contempló desde el campanario como el cielo se vestía de constelaciones. El recuerdo de lo sucedido hacía un rato aún no lo había abandonado. ¿Por qué le pasaba aquello a él? Jamás se había considerado especial: hijo de obreros, estudiante mediocre, el amigo que menos pintaba en el grupo y casi invisible para las chicas. Siempre con la cabeza en las nubes, la imaginación repleta de las escenas que había visto en reportajes sobre tierras lejanas o en algún Atlas ilustrado. Sebastián deseaba fervientemente visitar todos aquellos lugares, viajar para siempre. Ahora estaba cumpliendo su sueño, pero aquellas breves transformaciones lo hacían aspirar a algo más, algo indefinible, difuso, que se removía inquieto en lo más hondo de su ser. Al principio creyó que se estaba volviendo loco, pero no podía engañarse a sí mismo: las metamorfosis eran reales.
Una golondrina pasó a su lado en un vuelo rápido. Sebastián la envidió, envidió su libertad y su capacidad de volar. La contempló con nostalgia y bajó los ojos, y entonces… aquella sensación… Sebastián se quedó sin aliento al ver sus manos transparentarse a la luz de la luna, volverse luminosas. Otra vez la transformación, y la plena libertad que la acompañaba. Henchido de felicidad, habría deseado abandonar el campanario, arrojarse volando desde sus alturas, habría podido hacerlo, lo sentía en lo más hondo de su ser… pero en el último momento lo asistió la suficiente razón para saber que no era posible…

- ¿Por qué no?
Sebastián se volvió sobresaltado al oir aquella voz. Por encima de él, en el tejado del campanario, asida a la veleta, la forma luminosa de una mujer lo contemplaba con una ligera sonrisa en su rostro de plata. El joven no contestó, ni siquiera le preguntó a su interlocutora quién era. Ya la había visto con anterioridad: la mujer que aparecía en muchas de sus metamorfosis, tras él o a su lado, cuando se veía reflejado en algún cristal, un espejo, en el agua de un río o un charco. Tampoco le extrañó que pudiese leer sus pensamientos: de alguna manera, sabía que ella era la respuesta a todas sus preguntas.
- ¿Por qué no es posible? – volvió a preguntar la mujer – Por un momento lo has creído, y eso ha sido suficiente. Sólo necesitabas ese acto de fe para que pudiésemos hablar, y para hacer tu transformación permanente.
Sebastián, aún mudo, preso de una mezcla de temor y emoción, se miró las manos, las piernas, el cuerpo entero, y descubrió con pasmo que todo él era una forma de luz y plata, al igual que la mujer.
- Soy Danaer, tu maestra. Me ha costado… te ha costado bastante, pero ha merecido la pena. Ahora, por fin, eres un etéreo.
Sebastián se percató entonces de que esa era la palabra que siempre había buscado para describir sus metamorfosis, la que más se ajustaba a su realidad, más que liviano, ligero o plateado. Ahora estaba totalmente convencido de que aquellas transformaciones, de que aquella conversación era real, y no un producto de su imaginación, como siempre había temido.
- ¿Qué somos exactamente? – logró articular – Bueno, tal vez debería presentarme, soy…
- Sebastián – completó Danaer – Sí, ya lo sé – guardó silencio un instante para después continuar – Somos sombras viajeras, somos el eterno deseo del ser humano de sentirse libres, de ensanchar su horizonte. Verás, en sus principios, los humanos eran nómadas. Carecían de residencia fija, pero tenían ante sí todo el mundo por descubrir, para saciar su sed de asombro. Poco a poco, sin embargo, fueron encontrando razones para quedarse atados a un único lugar: la agricultura, casas cada vez más cómodas, la seguridad del hogar… Perdieron el gusto por las noches bajo el manto de las estrellas, por descubrir lo que había más allá de las montañas que servían de horizonte a sus ojos o detrás del océano en que se perdía su mirada. Quedaban algunos cuantos: un explorador arriesgado, algún loco aventurero, pero gracias a los constantes descubrimientos, pronto restó poco mundo por descubrir. Sin embargo, por muy sedentario que se tornara el ser humano, incluso a pesar de que todos los lugares del globo hubiesen sido explorados, siempre sobrevivió en el fondo del alma humana una añoranza por descubrir nuevos horizontes. Nosotros somos hijos de ese deseo, un recordatorio de nuestro inquieto origen. Cuando alguien siente con tanta fuerza como tú el anhelo de ver mundo, cuando abandona el hogar con el deseo de viajar toda su vida, su espíritu se hace más y más ligero, y entonces puede transformarse en uno de nosotros y acompañarnos en nuestra misión.
- ¿Nuestra misión?
- Sí. Nosotros recorremos el mundo incesantemente, susurrando en el oído de los seres humanos ese deseo olvidado de viajar. Si alguno está indeciso, avivamos sus ganas de partir, aunque sólo sea por unos días, hacia tierras lejanas.
Sebastián sonrió:
- Me gusta esa misión.
- Me alegro – contestó Danaer – entonces ya puedo partir – añadió disponiéndose a echar a volar.
- Espera… - la retuvo Sebastián casi con un grito – No sé nada acerca de mi nuevo yo, salvo lo que me has contado…
- Es suficiente – aseguró Danaer – irás descubriendo el resto poco a poco, tú sólo.
- ¿Nos volveremos a ver? – inquirió él.
- Quién sabe… El mundo es un pañuelo – respondió ella, y se lanzó al vacío. Su figura plateada osciló un momento en el aire y se sostuvo, planeando, en la lejanía.
Sebastián sonrió mientras la veía alejarse. Luego, decidió que había llegado el momento de partir.



Elia miró insegura el folleto de la agencia de viajes. Acariciaba desde hacía tiempo la idea de hacer una escapadita. La imponente silueta de las tres pirámides de Gizah le produjo un ligero cosquilleo en el estómago. De no se sabe dónde le llegó un intenso aroma a desierto, a civilización perdida y a misterio. Aquel verano iría a Egipto, estaba decidido. Desde el alfeizar de su ventana, la sombra plateada de un desgarbado jovenzuelo sonrió.




lunes, 14 de julio de 2008

ETÉREO (I)

El canario saltó hasta el balancín y se meció un par de veces distraídamente, movió la cabeza hacia ambos lados en movimientos rápidos y rígidos, casi de robot, gorjeó y volvió a saltar hacia uno de los palos de la espaciosa jaula. Su compañero le contestó desde su palo. Habían pasado toda la tarde así: palo, balancín, palo… otra vez balancín, gorjeos, movimientos automáticos de sus cabecitas amarillas…

Sebastián los contemplaba embelesado. Había seguido sus evoluciones desde hacía dos horas; el día anterior habían sido tres. Podía estar toda la tarde contemplando a los pájaros sin cansarse. Le fascinaban. Las pajarerías y las tiendas de animales domésticos, sin embargo, le provocaban una oscura animosidad, incluso aquella, donde los animales disponían de jaulas y espacios amplios que les permitían moverse con soltura.

En realidad, Sebastián detestaba la palabra “doméstico” siempre que se aplicase a animales. Ningún animal había sido doméstico en sus orígenes, y mucho menos los pájaros. Meter a un pájaro en una jaula significaba ir en contra de la misma Naturaleza: los pájaros tenían alas para volar libres por el cielo, no para trasladarse entre los palos de una jaula. Nunca se había creído aquello de que existían ciertos pájaros, como los canarios, que habían nacido para ser criados en cautividad. Los primeros canarios no habían necesitado de la ayuda del ser humano y de su interesado alpiste para sobrevivir. Se preguntaba con amargura cuándo los pájaros habían llegado al convencimiento de que así era.

"La tienda va a cerrar, señor.". Sebas$tián miró al empleado con el rostro ausente de aquel que sale de un ensueño. Musitó un rápido “Sí, sí, claro” y se dirigió aún más rápidamente a la salida, no sin antes dirigir un último vistazo a la pareja de canarios, que alternaban locamente de palo en la jaula con vuelos cortos.
La calle se había quedado solitaria ante el avance de las sombras de la tarde. Sebastián se dirigió calmosamente hacia la catedral. Pasó mirando distraído la fila de escaparates de las pequeñas tiendas que se extendían como un ordenado rosario a lo largo de las callejas del casco antiguo que aún exhibían antiquísimos empedrados, muy diferentes de las del centro, amplias y frías avenidas de cemento. En todos los comercios habían encendido ya la luz artificial, y la mayoría mostraban el cartel de “Cerrado” en sus puertas de cristal.

De repente, al pasar ante el escaparate de una tienda de ropa, sucedió otra vez. Durante un instante, un breve segundo, Sebastián contempló en la cristalera su propio reflejo, pero no era el suyo, o al menos no el “habitual”. Se vio a sí mismo como una sombra traslúcida, plateada, como si alguien hubiera difuminado los contornos de su cuerpo y lo hubiese traspuesto de luz; y al fondo, como por detrás suyo, la sombra de plata de una mujer desconocida. Durante ese efímero momento incluso olvidó respirar, pero la imagen pareció escapar ante sus ojos y un segundo después, el cristal volvía a devolverle el reflejo de un joven delgado y bastante desaliñado en el que sí se reconoció; detrás de él, por supuesto, no había nadie. La dueña de la pequeña boutique ante la que se había parado lo sorprendió con la mirada perdida en un costoso vestido de noche bordado con pedrería y lo observó con recelo y el semblante avinagrado mientras echaba el cierre y la reja ante sus narices. Seguramente debió pensar que aquel rapaz estaba planeando un golpe en su pequeña tienda, pues qué otra cosa podía buscar alguien con aspecto de mendigo en una elegante boutique.
El joven ni siquiera reparó en la expresión de la dueña de la tienda, se encontraba totalmente abstraído rememorando su extraña visión de sí mismo y de la mujer, buscándola en la límpida superficie de cristal, añorando la sensación de liviandad y ligereza que siempre la acompañaba.

Porque no era sólo el asombro ni el lógico susto de verse reflejado de aquella manera lo que lo había hecho detenerse ante el escaparate, sino la alegría intensa y el agradecimiento de quien presencia un hecho maravilloso de forma repetida. La última vez había sido hacía dos días… dos días con sus noches temiendo que nunca volviese a repetirse y anhelando volver a experimentarlo, aunque fuese sólo durante un segundo. Al fin, suspiró convencido de que tendría que volver a esperar y se alejó del escaparate con la mente ausente.

Sebastián carecía por lo general de demasiadas referencias temporales, nunca le habían preocupado las fechas: el tiempo no tiene mucho sentido para aquel que se limita a vivir el día a día sin un rumbo fijo. A pesar de todo, el joven calculaba que aquel fenómeno venía repitiéndose desde hacía más o menos un año y medio, y jamás olvidaría la impresión de ver su silueta desbordada de luz en el infame y grisáceo charco estancado en aquella calle de los suburbios tras jornadas enteras de lluvia. Aquella primera vez, pese a no ser sino uno más de los harapientos desheredados que buscaban refugio en los portales durante las noches desapacibles, se sintió despegar del suelo y experimentó el gozo de una libertad que no había podido sino imaginar.

Cuando llegó a la catedral, la tarde ya moría en el oeste. El padre Esteban mantenía abierta una puerta trasera que daba a una olvidada sala donde se amontonaban estatuas de santos demasiado antiguas. Sebastián pasó entre ellas sin prestar demasiada atención a sus ojos vacíos y a sus expresiones rigurosas o estremecidas de dolor, salió de la sala en silencio y comenzó el ascenso al campanario. El padre Esteban lo había acogido desde que llegara a la ciudad, hacía más de un mes, y sabía que cualquier día volvería a marcharse, tal vez sin despedirse. Sebastián no solía permanecer mucho tiempo seguido en ningún lugar. A cambio del alojamiento y la comida, aunque el sacerdote no había puesto ninguna condición, el joven había hecho varias reparaciones en la catedral: algún banco roto, una mano de pintura a la decrépita sacristía o a la estatua de San Miguel Arcángel, el farolillo averiado del trono de la Virgen de la Soledad… cualquier cosa que le permitiese sentirse útil y lo separase de la habitual imagen de mendigo. Sebastián se consideraba a sí mismo un viajero, un trotamundo sin patria. Trabajaba para pagar un pasaje en un barco o un billete de tren y se conformaba con poder comprar un bocadillo para matar el hambre. Su estancia en la catedral no le daría para mucho, pero le gustaba aquella ciudad, y las increibles vistas del antiguo cuarto del campanero, que el padre Esteban le había cedido.

EL PRINCIPIO DEL COMIENZO

La vida tiene muchos principios. Algunos de ellos, prometedores; otros no tanto. Algunos llegarán a buen puerto, a un final certero; otros se quedarán flotando en el vacío de lo que pudo ser, vagando sin rumbo en el triste universo de las oportunidades perdidas.


No sé si el principio determina el final, o si pueden ser muy distintos y no tener nada que ver. Creo que esto último es lo más probable: un camino se puede enderezar, o puede torcerse para siempre, o puede tener altibajos, pero llegar a un puerto seguro.


Imagino que fue por contraposición a la triste e irrevocable expresión "Principio del fin" por lo que Orozco tituló a su disco, "El principio del comienzo". Espero que este principio sea, al menos, eso: esperanzador.
En este blog escribiré historias, pensamientos, poemas, reflexiones... PALABRAS, esparcidas en el fuerte viento de la imaginación.