miércoles, 16 de julio de 2008

ETÉREO (II)


Una noche más, Sebastián contempló desde el campanario como el cielo se vestía de constelaciones. El recuerdo de lo sucedido hacía un rato aún no lo había abandonado. ¿Por qué le pasaba aquello a él? Jamás se había considerado especial: hijo de obreros, estudiante mediocre, el amigo que menos pintaba en el grupo y casi invisible para las chicas. Siempre con la cabeza en las nubes, la imaginación repleta de las escenas que había visto en reportajes sobre tierras lejanas o en algún Atlas ilustrado. Sebastián deseaba fervientemente visitar todos aquellos lugares, viajar para siempre. Ahora estaba cumpliendo su sueño, pero aquellas breves transformaciones lo hacían aspirar a algo más, algo indefinible, difuso, que se removía inquieto en lo más hondo de su ser. Al principio creyó que se estaba volviendo loco, pero no podía engañarse a sí mismo: las metamorfosis eran reales.
Una golondrina pasó a su lado en un vuelo rápido. Sebastián la envidió, envidió su libertad y su capacidad de volar. La contempló con nostalgia y bajó los ojos, y entonces… aquella sensación… Sebastián se quedó sin aliento al ver sus manos transparentarse a la luz de la luna, volverse luminosas. Otra vez la transformación, y la plena libertad que la acompañaba. Henchido de felicidad, habría deseado abandonar el campanario, arrojarse volando desde sus alturas, habría podido hacerlo, lo sentía en lo más hondo de su ser… pero en el último momento lo asistió la suficiente razón para saber que no era posible…

- ¿Por qué no?
Sebastián se volvió sobresaltado al oir aquella voz. Por encima de él, en el tejado del campanario, asida a la veleta, la forma luminosa de una mujer lo contemplaba con una ligera sonrisa en su rostro de plata. El joven no contestó, ni siquiera le preguntó a su interlocutora quién era. Ya la había visto con anterioridad: la mujer que aparecía en muchas de sus metamorfosis, tras él o a su lado, cuando se veía reflejado en algún cristal, un espejo, en el agua de un río o un charco. Tampoco le extrañó que pudiese leer sus pensamientos: de alguna manera, sabía que ella era la respuesta a todas sus preguntas.
- ¿Por qué no es posible? – volvió a preguntar la mujer – Por un momento lo has creído, y eso ha sido suficiente. Sólo necesitabas ese acto de fe para que pudiésemos hablar, y para hacer tu transformación permanente.
Sebastián, aún mudo, preso de una mezcla de temor y emoción, se miró las manos, las piernas, el cuerpo entero, y descubrió con pasmo que todo él era una forma de luz y plata, al igual que la mujer.
- Soy Danaer, tu maestra. Me ha costado… te ha costado bastante, pero ha merecido la pena. Ahora, por fin, eres un etéreo.
Sebastián se percató entonces de que esa era la palabra que siempre había buscado para describir sus metamorfosis, la que más se ajustaba a su realidad, más que liviano, ligero o plateado. Ahora estaba totalmente convencido de que aquellas transformaciones, de que aquella conversación era real, y no un producto de su imaginación, como siempre había temido.
- ¿Qué somos exactamente? – logró articular – Bueno, tal vez debería presentarme, soy…
- Sebastián – completó Danaer – Sí, ya lo sé – guardó silencio un instante para después continuar – Somos sombras viajeras, somos el eterno deseo del ser humano de sentirse libres, de ensanchar su horizonte. Verás, en sus principios, los humanos eran nómadas. Carecían de residencia fija, pero tenían ante sí todo el mundo por descubrir, para saciar su sed de asombro. Poco a poco, sin embargo, fueron encontrando razones para quedarse atados a un único lugar: la agricultura, casas cada vez más cómodas, la seguridad del hogar… Perdieron el gusto por las noches bajo el manto de las estrellas, por descubrir lo que había más allá de las montañas que servían de horizonte a sus ojos o detrás del océano en que se perdía su mirada. Quedaban algunos cuantos: un explorador arriesgado, algún loco aventurero, pero gracias a los constantes descubrimientos, pronto restó poco mundo por descubrir. Sin embargo, por muy sedentario que se tornara el ser humano, incluso a pesar de que todos los lugares del globo hubiesen sido explorados, siempre sobrevivió en el fondo del alma humana una añoranza por descubrir nuevos horizontes. Nosotros somos hijos de ese deseo, un recordatorio de nuestro inquieto origen. Cuando alguien siente con tanta fuerza como tú el anhelo de ver mundo, cuando abandona el hogar con el deseo de viajar toda su vida, su espíritu se hace más y más ligero, y entonces puede transformarse en uno de nosotros y acompañarnos en nuestra misión.
- ¿Nuestra misión?
- Sí. Nosotros recorremos el mundo incesantemente, susurrando en el oído de los seres humanos ese deseo olvidado de viajar. Si alguno está indeciso, avivamos sus ganas de partir, aunque sólo sea por unos días, hacia tierras lejanas.
Sebastián sonrió:
- Me gusta esa misión.
- Me alegro – contestó Danaer – entonces ya puedo partir – añadió disponiéndose a echar a volar.
- Espera… - la retuvo Sebastián casi con un grito – No sé nada acerca de mi nuevo yo, salvo lo que me has contado…
- Es suficiente – aseguró Danaer – irás descubriendo el resto poco a poco, tú sólo.
- ¿Nos volveremos a ver? – inquirió él.
- Quién sabe… El mundo es un pañuelo – respondió ella, y se lanzó al vacío. Su figura plateada osciló un momento en el aire y se sostuvo, planeando, en la lejanía.
Sebastián sonrió mientras la veía alejarse. Luego, decidió que había llegado el momento de partir.



Elia miró insegura el folleto de la agencia de viajes. Acariciaba desde hacía tiempo la idea de hacer una escapadita. La imponente silueta de las tres pirámides de Gizah le produjo un ligero cosquilleo en el estómago. De no se sabe dónde le llegó un intenso aroma a desierto, a civilización perdida y a misterio. Aquel verano iría a Egipto, estaba decidido. Desde el alfeizar de su ventana, la sombra plateada de un desgarbado jovenzuelo sonrió.




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