jueves, 24 de julio de 2008

ELLA SIEMPRE HABÍA CREÍDO EN EL DESTINO

Ella siempre había creído en el destino, en esa firme mano que, sin saberlo nosotros, nos lleva hacia el fin deseado e inesperado, pero siempre favorable. Creía en la inspiración del momento, el horóscopo de la jornada, la predicción semanal y el calendario chino. Se miraba de vez en cuando las manos y leía a medias, con trazas inconfundibles de aficionada, los devaneos de las líneas trazadas en su carne: ¿creatividad en el monte de la Luna, casamiento en el monte de Mercurio, longevidad en la línea de la vida, fidelidad en la línea del corazón...?
Sobre todo, creía en el destino en el amor: un hombre para ella, el hombre que colmara su alma y despertara sus sentidos. Lo encontraría algún día (la fecha exacta venía entre el monte de Mercurio y la línea del Corazón, pero siendo una aficionada no podía leerla), y entonces todo sería claro, y el mundo, perfecto. Tan sólo le preocupaba una cosa: el destino siempre jugaba sus jugadas maestras cuando menos lo esperamos, y ella... lo esperaba siempre. Disfrutaba imaginando sus pasos, intentando adivinarle las estrategias, husmeando sus señales... hasta considerarse a sí misma una maestra en su devenir, incluso sin poseer ningún curso de pitonisa avanzada o iniciación a la quiromancia.

Ella creía que el destino existía, sin ninguna duda, y... era cierto. Así que, un día, jugó su jugada maestra. Ella lo esperaba, como siempre, y lo buscaba en los imprevistos, los sucesos inesperados que se presentaban sin avisar en su vida... como el hecho de coger el tren cuando siempre cogía el autobús. Así lo hizo aquel día. Como siempre, pensó que hallaría al hombre de su vida aquel día, en la estación, y lo encontró... sólo que de distinta manera a como esperaba encontrarlo.

Ella esperaba a un romántico soñador de pelo oscuro, rebeldía soterrada y valor incuestionable, con un enigmático aire a caballo entre el héroe sufriente y el poeta maldito (después de tanto tiempo haciéndola esperar, no se iba a conformar con menos). Sin embargo, encontró a un chico larguilucho y de pelo castaño desvaído, pasividad evidente y valor muy bien escondido, con un vulgar aire a caballo entre el estudiante conformista y el chico-normalucho-de-toda-la-vida. No se dio cuenta, por supuesto, de que era él, aunque llevaba años esperándolo. Simplemente, no lo imaginaba así.

A pesar de lo que pudiera parecer, conectaron y a la larga, intimaron, pero siempre interponiendo el muro de la eterna amistad porque, claro, ella seguía esperando al hombre de su vida que el destino le tenía preparado y que le presentaría ante sus narices un día cualquiera. Y, por supuesto, no era él, que a pesar de tener muchas más cualidades de las que apreciara en el primer vistazo y de ser mucho más apuesto de lo que en un primer momento se atreviera a admitir, seguía sin tener el pelo oscuro y carecía de aquel aire a caballo entre héroe sufriente y poeta maldito.

El tiempo pasó, y él también. Ahora está lejos de su vida, tal vez al alcance de una llamada telefónica o una felicitación navideña, pero lejos al fin y al cabo. Ella ya se ha dado cuenta del error, y ha comprendido, por fin, que cuando esperamos demasiado al destino, suele jugárnosla con las más increíbles de sus sorpresas, haciendo que no nos percatemos de lo cerca que tenemos el anhelado paraíso que, curiosamente, se viste de diferente color al que habíamos imaginado, y confundiéndonos como castigo a nuestra petulancia. Ahora ella no sabe si el destino lo cruzará de nuevo en su camino o si debe buscarlo, si era destino perderlo al igual que había sido destino encontrarlo, o si tal vez tan sólo debía esperar otra mano maestra del azar. Se limita a vivir, sin más. Tal vez es lo que siempre debió hacer para, al menos, no confundirse de sueño.

Pero el destino existe...

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