miércoles, 25 de diciembre de 2013

A TODOS LOS QUE ALGUNA VEZ SE ATREVIERON A ODIAR INTENSAMENTE


No es justo que esto le haya pasado en Navidad, pero el odio no entiende de fechas... No tiene sentido que haya sucedido cuando se siente, en realidad, bien arropada emocionalmente, rodeada de gente que la quiere, pero el odio se guarda bajo llave en puertas cerradas que albergan tras sus dinteles los agujeros negros del alma, irredentos incluso ante el amor, la amistad o la ternura.

Ella lo había amado, pero de eso ya hacía una eternidad. Había disfrutado de sus besos, que antaño le parecieron dulces caricias boca a boca, pero incluso éstas fueron teñidas de hiel por su proceder posterior. La voracidad de su crueldad no dejó sobrevivir ni un solo recuerdo libre de ponzoña y resentimiento. Luego llegó el olvido, el reparador alivio de verse libre de la persecución de la memoria de todo lo que él representaba. Volvió a ser ella, a intentarlo de nuevo, a ilusionarse de verdad, a amar como siempre amó, poniendo todo su corazón en juego sin reservas.

Pero él parece tener siempre una perversa tendencia a reaparecer en su vida, aunque nadie lo llame, aunque ella no lo convoque ni lo desee. Se resiste a ser olvidado, a que se pase página sobre su persona, y a falta de influencia sobre su corazón, pretende tenerla sobre su mente: la hostiga, trata de despertarle dudas sobre sus ideales más profundos, de sembrar la semilla del cinismo y la hipocresía en el centro de su Razón.

Ella siempre ha sido de trato muy correcto, demasiado correcto... Él simula respeto: ser alguien respetable, conducirse de manera respetable, pensar de forma respetable y actuar respetablemente. En el fondo es un escorpión que sólo usa lo respetable para sembrar el caos y la burla, para dinamitar la integridad que ella atesora en su alma.

Ella pone límites a sus acometidas, a su injerencia que él viste de supuesta brillantez intelectual: le impide manifestarse de la manera que él usa para tratar de zaherirla. Cuando se le ocurre atajar sus intrusiones, él ensaya otra táctica, y prueba a romperle el corazón. Escribe una frase, una sola frase con la que pretende destrozar su mundo. Con un puñado de palabras le insinúa su felicidad al margen de ella, el brillante éxito que siempre lo ha acompañado, lo infortunada que es por no merecer su consideración. Demasiado tarde... el corazón de ella transita otro camino muy alejado de sus huellas, un camino diferente a lo que ella misma esperaba, pero colmado de una ternura que jamás había conocido, mucho menos aún en sus fríos brazos echados al olvido. La noticia de sus nuevos horizontes, la cordialidad de su respuesta, lo desarman, lo hacen temblar de humillación: ¿de qué vale tratar de irrumpir en su mundo si ya no es capaz de dominarlo de ningua manera? Su mente es libre; su corazón, que él siempre despreció, está junto a otro hombre.

Desaparece, parece seguir su camino y respetar los límites impuestos... Parece, sólo parece...

Vuelve a irrumpir en su mundo cuando falta poco para la Navidad, vuelve a vertir ponzoña en opiniones cargadas de aparente corrección, pero preñadas del secreto propósito de lastimarla. Pero para ella no hay secreto alguno, conoce sus aviesas intenciones, y él ha traspasado los límites que le impuso. Se da cuenta de cuánto lo desprecia, se percata de que lo único que desea de él es que desaparezca, que su taimada y cruel presencia se evapore para siempre de su vida. 

Es Navidad, y un mundo nuevo tiene la posibilidad de comenzar, también en esto: ella decide hacer limpieza de armarios, y él es el primer cadáver polvoriento que arroja a la hoguera de todo aquello que ha de consumirse. Le cierra la puerta, le impide acceder a su mundo por la única entrada que le restaba, lo conmina a alejarse y, por si no capta el mensaje, lo aleja ella misma. Él patalea reivindicándose, o tal vez pide perdón, o quizás lanza odiosos exabruptos, o probablemente glosa su supuesta felicidad con intención de desmerecerla... Ella no lo sabe, ya que decide ignorar la respuesta dada al súbito aunque advertido portazo.

Debería sentirse feliz, y lo sabe, pero algo muy negro ronda su día de Nochebuena: no son anhelos, ni la huella de un lejano y olvidado amor, ni siquiera los respetos humanos, que han sido los únicos en mantener la cortés credencial que concedió a su presencia arrogante, a sus opiniones desdeñosas. Está inquieta, incluso la música que siempre la transporta a mundos soñados parece molestarla; necesita algo más, algo que no acierta a comprender...

Finalmente, se confiesa el oscuro origen de su desasosiego: querría poder ver su rostro contraído de rabia ante su indiferencia, hubiera pagado por contemplar cómo su gesto cambiaba de la estupefacción inicial a la más tremebunda cólera al leer cómo lo apartaba de su vida, cómo le impedía la entrada. Odia, odia intensamente, quiere venganza, una satisfacción por todo el daño inflingido, por todo el desprecio, por las falsas esperanzas traicionadas del pasado, por haber sido utilizada como una garantía, un vil y harapiento pañuelo usado. Ni el contundente portazo le parece ahora a la altura de tanto callado desdén. 

Se asusta por un momento: sabe que en su interior, su sombra anda suelta, sabe que reclama venganza, que grita enardecida enarbolando una espada ansiosa de sangre. Se asusta, pero sabe cómo ha de actuar, conoce la senda que ha de recorrer: cede ante su parte oscura, se deja envolver con el sudario de tinieblas que le ofrece, claudica ante el odio que es inútil contener, como inútil sería tratar de detener el avance de las olas. Todo el rencor y la aversión que cuidadosamente había plegado en un baúl y rehuido por su maldito empeño en ser educada han reventado ahora la cerradura y campan al albur por su psique, anegando su alma en una marea de oscuridad. 

Tras la rendición, precisa tan sólo de una manera civilizada de otorgarles un cauce a las avalanchas de rabia y malicia que una y otra vez la sumergen en lo más vil de sí misma. Es así como planea escribir una carta, una larga carta de odio, de ira desatada, que nunca le entregará. Hará un detallado catálogo de afrentas, recorrerá la larga lista de todas las veces en que se sintió humillada y ofendida, incluso aquellas ocasiones en que se negó a sí misma la oportunidad de sentir. Se pone a la tarea, que comienza a rendir frutos con presteza: en la página en blanco del ordenador desfilan exabruptos, insultos, reproches, revancha en estado puro condensada en unas breves líneas... Tanta sinceridad, tal alud de odio, la agota; sólo ha escrito dos párrafos, pero son tan intensos que queda extenuada. Lo relee y sonríe satisfecha. El radiador está cerca; el día es gris, desapacible y lluvioso; siente la cabeza pesada, los nervios inflamados... ¡Cuánto daño ha hecho el infame!... Se recuesta, y una dulce modorra la toma al asalto. 

Despierta un rato después, sintiéndose agradablemente vacía. Piensa en continuar la carta, pero no le apetece, y ni siquiera lo necesita. Se pregunta si de verdad dos párrafos bastan para descargar tanto odio como se le acumulaba dentro. No sabe qué responderse, y por si acaso, le pone nombre al documento y lo guarda. Come, luego atiende la amable llamada de un amigo que la despeja un poco más... ayuda a hacer la cena y se da cuenta de que al único que echa de menos es al hombre con quien ahora comparte su corazón, y al que, después de todo, pronto volverá a ver.

Fuera sigue el temporal: las persianas se agitan y la lluvia resuena estrellándose contra el pavimento. En su interior, sin embargo, las nubes del odio se retiran, desflecadas, empujadas por un súbito viento que deja la atmósfera pura y el cielo nocturno de su alma tachonado de estrellas.