lunes, 14 de julio de 2008

ETÉREO (I)

El canario saltó hasta el balancín y se meció un par de veces distraídamente, movió la cabeza hacia ambos lados en movimientos rápidos y rígidos, casi de robot, gorjeó y volvió a saltar hacia uno de los palos de la espaciosa jaula. Su compañero le contestó desde su palo. Habían pasado toda la tarde así: palo, balancín, palo… otra vez balancín, gorjeos, movimientos automáticos de sus cabecitas amarillas…

Sebastián los contemplaba embelesado. Había seguido sus evoluciones desde hacía dos horas; el día anterior habían sido tres. Podía estar toda la tarde contemplando a los pájaros sin cansarse. Le fascinaban. Las pajarerías y las tiendas de animales domésticos, sin embargo, le provocaban una oscura animosidad, incluso aquella, donde los animales disponían de jaulas y espacios amplios que les permitían moverse con soltura.

En realidad, Sebastián detestaba la palabra “doméstico” siempre que se aplicase a animales. Ningún animal había sido doméstico en sus orígenes, y mucho menos los pájaros. Meter a un pájaro en una jaula significaba ir en contra de la misma Naturaleza: los pájaros tenían alas para volar libres por el cielo, no para trasladarse entre los palos de una jaula. Nunca se había creído aquello de que existían ciertos pájaros, como los canarios, que habían nacido para ser criados en cautividad. Los primeros canarios no habían necesitado de la ayuda del ser humano y de su interesado alpiste para sobrevivir. Se preguntaba con amargura cuándo los pájaros habían llegado al convencimiento de que así era.

"La tienda va a cerrar, señor.". Sebas$tián miró al empleado con el rostro ausente de aquel que sale de un ensueño. Musitó un rápido “Sí, sí, claro” y se dirigió aún más rápidamente a la salida, no sin antes dirigir un último vistazo a la pareja de canarios, que alternaban locamente de palo en la jaula con vuelos cortos.
La calle se había quedado solitaria ante el avance de las sombras de la tarde. Sebastián se dirigió calmosamente hacia la catedral. Pasó mirando distraído la fila de escaparates de las pequeñas tiendas que se extendían como un ordenado rosario a lo largo de las callejas del casco antiguo que aún exhibían antiquísimos empedrados, muy diferentes de las del centro, amplias y frías avenidas de cemento. En todos los comercios habían encendido ya la luz artificial, y la mayoría mostraban el cartel de “Cerrado” en sus puertas de cristal.

De repente, al pasar ante el escaparate de una tienda de ropa, sucedió otra vez. Durante un instante, un breve segundo, Sebastián contempló en la cristalera su propio reflejo, pero no era el suyo, o al menos no el “habitual”. Se vio a sí mismo como una sombra traslúcida, plateada, como si alguien hubiera difuminado los contornos de su cuerpo y lo hubiese traspuesto de luz; y al fondo, como por detrás suyo, la sombra de plata de una mujer desconocida. Durante ese efímero momento incluso olvidó respirar, pero la imagen pareció escapar ante sus ojos y un segundo después, el cristal volvía a devolverle el reflejo de un joven delgado y bastante desaliñado en el que sí se reconoció; detrás de él, por supuesto, no había nadie. La dueña de la pequeña boutique ante la que se había parado lo sorprendió con la mirada perdida en un costoso vestido de noche bordado con pedrería y lo observó con recelo y el semblante avinagrado mientras echaba el cierre y la reja ante sus narices. Seguramente debió pensar que aquel rapaz estaba planeando un golpe en su pequeña tienda, pues qué otra cosa podía buscar alguien con aspecto de mendigo en una elegante boutique.
El joven ni siquiera reparó en la expresión de la dueña de la tienda, se encontraba totalmente abstraído rememorando su extraña visión de sí mismo y de la mujer, buscándola en la límpida superficie de cristal, añorando la sensación de liviandad y ligereza que siempre la acompañaba.

Porque no era sólo el asombro ni el lógico susto de verse reflejado de aquella manera lo que lo había hecho detenerse ante el escaparate, sino la alegría intensa y el agradecimiento de quien presencia un hecho maravilloso de forma repetida. La última vez había sido hacía dos días… dos días con sus noches temiendo que nunca volviese a repetirse y anhelando volver a experimentarlo, aunque fuese sólo durante un segundo. Al fin, suspiró convencido de que tendría que volver a esperar y se alejó del escaparate con la mente ausente.

Sebastián carecía por lo general de demasiadas referencias temporales, nunca le habían preocupado las fechas: el tiempo no tiene mucho sentido para aquel que se limita a vivir el día a día sin un rumbo fijo. A pesar de todo, el joven calculaba que aquel fenómeno venía repitiéndose desde hacía más o menos un año y medio, y jamás olvidaría la impresión de ver su silueta desbordada de luz en el infame y grisáceo charco estancado en aquella calle de los suburbios tras jornadas enteras de lluvia. Aquella primera vez, pese a no ser sino uno más de los harapientos desheredados que buscaban refugio en los portales durante las noches desapacibles, se sintió despegar del suelo y experimentó el gozo de una libertad que no había podido sino imaginar.

Cuando llegó a la catedral, la tarde ya moría en el oeste. El padre Esteban mantenía abierta una puerta trasera que daba a una olvidada sala donde se amontonaban estatuas de santos demasiado antiguas. Sebastián pasó entre ellas sin prestar demasiada atención a sus ojos vacíos y a sus expresiones rigurosas o estremecidas de dolor, salió de la sala en silencio y comenzó el ascenso al campanario. El padre Esteban lo había acogido desde que llegara a la ciudad, hacía más de un mes, y sabía que cualquier día volvería a marcharse, tal vez sin despedirse. Sebastián no solía permanecer mucho tiempo seguido en ningún lugar. A cambio del alojamiento y la comida, aunque el sacerdote no había puesto ninguna condición, el joven había hecho varias reparaciones en la catedral: algún banco roto, una mano de pintura a la decrépita sacristía o a la estatua de San Miguel Arcángel, el farolillo averiado del trono de la Virgen de la Soledad… cualquier cosa que le permitiese sentirse útil y lo separase de la habitual imagen de mendigo. Sebastián se consideraba a sí mismo un viajero, un trotamundo sin patria. Trabajaba para pagar un pasaje en un barco o un billete de tren y se conformaba con poder comprar un bocadillo para matar el hambre. Su estancia en la catedral no le daría para mucho, pero le gustaba aquella ciudad, y las increibles vistas del antiguo cuarto del campanero, que el padre Esteban le había cedido.

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