lunes, 24 de junio de 2019

UNA DEFENSA APASIONADA DE LOS CUENTOS DE HADAS TRADICIONALES

La noticia saltó a los medios hace ya un par de meses: en un colegio retiraban más de doscientos cuentos (o los consideraban bajo la perspectiva de género, según la segunda versión) tras un concienzudo estudio llevado a cabo por el AMPA del centro en cuestión. Lo confieso: se me revolvieron las tripas. Si hay un elemento hermoso y cálido que me evoque mi infancia, ése es, sin duda alguna, el rico corpus de cuentos tradicionales del que disfruté, tanto a través de la transmisión oral (mi madre y, sobre todo, mi abuelo materno) como de la escrita. Sin los cuentos de hadas tradicionales, yo no sería yo y mi imaginación habría sufrido de un grave cuadro de inanición. 

Si la Fantasía ha sido el edificio sobre el que he asentado mis gustos lectores (y de escritura, cuando escribo), los cuentos de hadas tradicionales son el basamento, los cimientos primordiales de mis capacidades creativas (sean éstas lo fértiles que sean), así que cualquier intento de eliminarlos, esconderlos o deformarlos para adaptarlos a los gustos de la modernidad (censurarlos, a fin de cuentas) me hace sacar los dientes como haría cualquier lobo feroz que se precie, o las uñas, en el caso de las brujas.

Con esto no quiero decir que sea imprescindible que un niño escuche o lea cuentos tradicionales; no lo es y, de hecho, hay chavales a los que no les gustan, sin más, y otros que no reciben esta influencia, y no por ello presentan deficiencia alguna en su formación. Lo que pretendo defender es el derecho de los que aprecian esta expresión cultural a gozar de cuentos significativos y que no hayan sido víctimas de un proceso censor que los deforme hasta matar su espíritu.

Cuando este asunto saltó a la palestra, leí muchas opiniones (más o menos acertadas desde mi punto de vista) contrarias al acto que refería la noticia, pero también otras que justificaban los hechos, y que lanzaban a los foros una pregunta de apariencia muy legítima: ¿Qué puede un niño aprender de bueno de unos cuentos sexistas, racistas, violentos y repletos de peligrosos contravalores? Pues bien, como ésa era la pregunta, trataré de contestarla basándome en mi propia experiencia. ¿Qué aprendí yo de los cuentos?, ¿hubo algo en ellos que me traumatizara?, ¿qué les vi para considerarlos tan valiosos como actualmente los considero? Obviamente, este relato va a estar plagado de anécdotas infantiles y momentos que han permanecido en mi memoria. Y es que, a pesar de tener buena memoria, considero que sólo los recuerdos portentosos (tanto por lo bueno como por lo malo) tienen la capacidad de resistir con tan buena salud el paso implacable de los años, y los cuentos de hadas tradicionales lo consiguieron conmigo. Vamos allá.


EL IMPULSO LECTOR: TODA UNA TRAYECTORIA ACADÉMICA SALVADA POR LOS CUENTOS DE HADAS TRADICIONALES


En septiembre de 1986 comencé a ir al colegio. Desde el primer día, la actividad académica me entusiasmóSin embargo, si uno o dos años antes le hubieran preguntado a mi madre acerca de mi disposición a las tareas escolares, la respuesta habría sido desalentadora: por cuestiones de salud hice los párvulos en casa y, al parecer, era muy vaga para todo lo que tuviera que ver con el lápiz. ¿Qué cambió en mí? ¿La oportunidad de socialización me activó a nivel intelectual? No digo que no, pero tengo mis dudas: si socializar hubiera sido lo único en despertar mi interés en la escuela, me habría convertido en la estrella de los recreos, algo que siempre he estado muy lejos de ser. ¿Qué fue entonces?

En mi opinión, el secreto reside en los cuentos de hadas. Desde muy pequeña (prácticamente desde que entendí el lenguaje hablado), mi madre me leía cuentos todas las noches; también me los contaba de viva voz, pero ése era un arte en el que destacaba más mi abuelo, a quien recuerdo sentándome en sus rodillas y desgranando los relatos que conocía, que no eran muchos, pero sí fantásticos y contados con una gracia muy especial. Entre los dos me convirtieron en una devoradora de cuentos que no veía nunca la hora de irse a la cama.

Para mi madre, que era la que pasaba más tiempo conmigo, esa demanda insaciable debía de resultar agotadora, así que comenzó a repetirme una promesa cuando me mostraba insatisfecha tras una sesión de cuentos: "Cuando aprendas a leer, podrás contarte a ti misma los cuentos que quieras siempre que te apetezca". ¡Y resultó ser verdad! Cuando aprendí a leer, en el verano de 1986, pude comprobar que aquella habilidad era un tesoro, que podía repetir un cuento tantas veces como quisiera y descubrir nuevos relatos sin límite alguno. Francamente, considero que ésa fue la semilla de mi cambio interior.

Eso no habría pasado si los cuentos a mi alcance hubieran sido pestiños políticamente correctos, si hubieran carecido de la salsa tan especial que contienen los relatos tradicionales, los cuales, no lo olvidemos, ya nos llegan en versiones purgadas. Los hermanos Grimm realizaron un monumental trabajo de adecuación al público infantil de unos cuentos que en su primera publicación perseguían sólo objetivos científicos y de recuperación del folklore y que, por tanto, no omitían nada; Perrault no escribía para la infancia, sino para la aristocracia cortesana francesa, pero sus cuentos también habían sido despojados de sus elementos más conturbadores en las versiones dedicadas al público infantil del siglo XX. No sé cómo habría reaccionado yo si hubiera leído el material "en bruto" de los cuentos tradicionales, pero lo que sí sé es que unos relatos tan higienizados, planchados, plegados, limpios y asépticos como los que ahora pretende cierto sector social y educativo me habrían aburrido hasta la náusea.

Aunque sobre eso ya volveré más adelante. A continuación, los ejemplos concretos...


LOS CUATRO HERMANOS: ¿Y SI EL MALO NO FUERA TAN MALO Y LOS BUENOS NO FUERAN TAN BUENOS?

Adoraba mi colección de cuentos de los hermanos Grimm de la editorial Toray, ilustrado magníficamente por María Pascual (y la adoro, es uno de los tesoros de mi infancia que conservo). Me encantaban los cuentos que contenía... excepto el primero, Los cuatro hermanos, que me ocasionaba un sentimiento de rechazo notable. Y es que no podía con los protagonistas, cuatro pisaverdes imberbes, absurdos y entrometidos que se van a rescatar a una princesa para hacer fortuna.


Este recuerdo concreto data de mis cinco o seis años, siete a lo sumo. A mí me habían leído ya la historia y, si para entonces tenía seis o más, la había leído por mí misma; ya la odiaba intensamente, aunque no sabía por qué. Me recuerdo jugando"con mi imaginación" (es decir, yo sola, hablando conmigo misma y con los personajes imaginarios que mi mente creaba) en la amplia entrada de la casa de mis abuelos maternos, ataviada con una capa (un trapo lo suficientemente largo como para servir de capa y arropar, más que mi cuerpo, mi fantasía), cuando caí en la cuenta de una idea revolucionaria: a mí me gustaba mucho más el dragón de Los cuatro hermanos que los odiosos protagonistas, a los que veía en las ilustraciones con unas caras de moñas (y unos inmundos recortes de tazón) que me tiraban de espaldas. Se me ocurrió que, en la ilustración en la que la princesa cautiva aparecía junto al dragón, no tenía pinta de estar en mal estado y hasta le rondaba los labios una sonrisita la mar de feliz y relajada. ¿Y si la princesa quería estar con el dragón? ¿Y si los cuatro imbéciles no estaban más que molestando y destruyendo la historia de amor entre la bella y el monstruo alado?



Me cercioré: sí, la princesa sonreía cuando estaba junto al dragón y, por el contrario, tenía un gesto de horror pintado en el rostro en la estampa en la que el monstruo perseguía al barco de sus "salvadores". Pero, ¿y si el gesto de horror era en realidad miedo a que su amado resultara muerto en la refriega? Repasé el cuento: en ningún momento se pedía la opinión de la princesa sobre el rescate, pero al final, el rey, su padre, con muy buen criterio, les negaba la mano de su hija a los cuatro petimetres sin sustancia (a pesar de estar incluida en la recompensa). ¿Qué vería el sensato rey en estos cuatro gazmoños para no concederle a ninguno de ellos su joya más preciada? Pues eso, que eran tontos de solemnidad.

A partir de ahí, mi mente comenzó a volar: tal vez el dragón no había muerto, como aseguraba el libro, sino que sólo estaba herido, la princesa pasaría sus horas añorándolo y él se habría retirado a una cueva remota para recuperarse mientras planeaba un segundo rapto de su amada. Y ésta fue la primera vez que me cuestioné si los malos eran en realidad tan malos y los buenos tan angelicales, o qué derecho tenían estos últimos a hociquear en todo asunto pretendidamente heroico que se les plantara ante las narices. Gracias a Los cuatro hermanos comencé a albergar dilemas morales y me hice un poco más adulta. Disculpen ustedes si les resulta una enseñanza poco importante o, directamente, peligrosa, subversiva o perversa.


EL PÁJARO DE ORO: LAS COSAS NO SON LO QUE APARENTAN Y LA AMBICIÓN DESMEDIDA DE RIQUEZAS Y LUJOS PUEDE LLEGAR A RESULTAR CONTRAPRODUCENTE.

El pájaro de oro también venía incluido en la edición que he mencionado. Era uno de mis cuentos favoritos, y las ilustraciones me parecían de una belleza sin par, sobre todo la que abría el relato, con el pájaro de oro posado en la rama del manzano de oro. El cuento bebe del mito del Jardín de las Hespérides, pero por entonces yo no tenía ni idea de esto; para mí sólo era una historia de aventuras y magia.

Gabriel, el hijo del jardinero real, se comprometía a encontrar al pájaro de oro, que había estado robando manzanas doradas del árbol del jardín de su rey. El primogénito del jardinero ya lo había intentado, pero fracasó y desapareció al no escuchar las advertencias de un sabio zorro que le aconsejó pasar la noche en la posada pobre y destartalada del pueblo en vez de en la posada rica. Gabriel sí obedece al zorro, pero lo desoye en otras ocasiones en las que escoge una jaula de oro para llevar al pájaro, despreciando la de madera, y la silla de oro en lugar de la de cuero para ensillar al caballo dorado a la hora de escapar. Finalmente, acaba obedeciendo a su guía animal (el instinto en el mundo arquetípico de los cuentos) y su recompensa, además del pájaro, es la princesa Lina, quien rechaza al rey del Castillo Dorado para marcharse con el hijo de un jardinero (por cierto, si Lina no es una mujer que ejerce su libertad, yo ya no sé).

Aunque pueda parecerlo, no siempre el oro y la riqueza es lo más apetecible, no siempre podemos fiarnos de lo que mejor cara ofrece, y lo que nos muestra una apariencia maravillosa no es por definición lo que más nos conviene. Ah, y los zorros son unos animales muy listos, por si la enseñanza anterior les parece poca cosa (que sí, que ya sé que el zorro es el símbolo de la astucia instintiva de Gabriel, así son las sutilezas de los cuentos de hadas).


LA BELLA DURMIENTE DEL BOSQUE (VERSIÓN PERRAULT): EL BESO NO ES SIEMPRE EL FINAL DEL CUENTO.



¡Oh, gloriosos años 80 y 90! ¡Oh, patrias de la libertad y el pensamiento crítico! ¡Oh, maravillosos tiempos en los que infancia no era sinónimo de indigencia mental y dependencia eterna! 

Corría el año escolar 1988-1989 y yo cursaba 3º de EGB (no de Primaria, que no tiene nada que ver) y en el libro de Lengua Castellana de Anaya nos proponían, además de las lecturas de apertura de cada unidad, un cuento tradicional (y fabulosamente oscuro y sangriento) en el apartado de Expresión Escrita. Nos lo dosificaban para que tuviéramos un episodio por unidad y nos alcanzara para todo el curso. En 3º tocó La Bella Durmiente del bosque de Perrault (en 4º fue La Bella y la Bestia de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont) y yo lo leí por propia iniciativa antes de que lo viéramos en clase.

¡Era terrible! Confieso que me impresionó mucho. En esta versión todo se desarrollaba como en las que había leído o escuchado hasta el beso final y el matrimonio del príncipe y la Bella Durmiente (ya convenientemente despertada de su sueño), pero ahí no acababa todo: luego, ambos cónyuges se trasladaban a vivir al palacio del príncipe. Durante el camino nacían sus dos hijos y, al llegar a su nueva residencia, la madre del príncipe los recibía con mucha amabilidad. Pero la suegra de la Bella Durmiente resultaba ser de la estirpe de los ogros y cuando su hijo se veía obligado a partir dejando a su familia atrás, llegaba a atentar contra la vida de su nuera y sus nietos con la intención de devorarlos. ¡Horrible! ¡Atroz! ¡Inmundo! ¿Cómo puede permitirse a tiernos infantes leer semejantes indecencias? ¡A la hoguera! 

Pues bien, tras los primeros momentos de impresión, el cuento... De acuerdo, seré sincera: tras los primeros momentos de impresión, el cuento seguía removiendo cosas incómodas, pero es que esa característica, que a algunas personas les resulta tan abominable, a mí me parece muy valiosa. Por supuesto, la malvada reina ogresa recibía su castigo (un castigo ejemplar, como sólo los hay en los cuentos de hadas) y, una vez digerido, el lector se percata de que el beso de amor no es sinónimo de final feliz y el matrimonio no es un camino de rosas, que el "vivieron felices y comieron perdices" nunca es la última línea de la historia. 

Para colmo, en mi mente quedó impresa una duda de lo más inquietante acerca del príncipe: si él era hijo de la ogresa, ¿era tan descabellado pensar que hubiera heredado algún perverso rasgo de su madre? Esa duda me persiguió hasta que, muchos años después, escribí un relato para darle respuesta, así que La Bella Durmiente del bosque de Perrault me aportó, y mucho. Y digo yo: ¿Tan terrible es que los niños sepan que en la pareja y en la vida no todo es coser y cantar? ¿Acaso no se enteran, y de la peor manera en ocasiones, por su experiencia cotidiana? Y, a la postre, el final feliz del cuento es un desahogo de las rémoras internas de los infantes, un desahogo del que no siempre dispondrán fuera de las páginas del libro.


LA MOÑA: APOTEOSIS DE LO ESCATOLÓGICO, ALABANZA DE LA TRANSGRESIÓN

No busquéis La moña en ninguna recopilación de cuentos de Grimm, de Perrault, de Afanásiev ni de ningún otro reconocido autor europeo. Tal vez en algún trabajo de Antonio Rodríguez Almodóvar, recopilador y estudioso de la cuentística española, se pueda encontrar algún relato que recuerde a este pequeño cuento patrio que es el culmen y la apoteosis de lo escatológico y el mal gusto, pero no recuerdo haberlo leído nunca tal cual. Yo lo escuché de boca de mi abuelo materno, que lo llamaba también, dependiendo del día, La moña cagona, así que ya podéis imaginar por dónde van los tiros.

La hija pequeña de una familia miserable, a la que el dinero no le alcanza ni para comer, se gasta en una muñeca la paga que su madre y sus hermanas han recibido por coser para los ricos. Ellas, que andaban desmayadas (no desvanecidas, sino flojas y débiles por el hambre), la castigan a dormir en el zaguán con la muñeca de marras. Nadie esperaba que, al caer la noche, la moña empezara a aliviar los intestinos a base de un montón de duros (5 pesetas, un fortunón antaño), acompañando su defecación con el cántico: "Cagar quiero muchos duros". 

Cuando la madre y las hermanas de las niñas se dan cuenta de lo sucedido, su opinión sobre la muñeca da un giro de ciento ochenta grados, al igual que lo hace la situación económica de la casa. El sastre y su mujer, vecinos de la familia, asisten sin poder creerlo del todo a su mudanza de fortuna, y se las apañan para enterarse del origen del patrimonio familiar. Entonces, ambos urden un engaño: el sastre simula marcharse por cuestiones de negocios y su mujer le pide la muñeca a su propietaria para dormir con ella y sentirse acompañada en las solitarias noches de ausencia de su esposo. 

La chiquilla se la cede sin objeción alguna, pero el juguete, avisado de las ambiciones de la pareja vecina, cambia esa noche la cantinela de los duros por otra que dice "Cagar quiero mierda blanda". El sastre y su esposa, ofendidos por el pobre y apestoso resultado de una noche de trabajo de la muñeca, la arrojan al retrete, pero la moña, que no desmerece en absoluto a la novia de Chuckie, engancha las posaderas del sastre cuando éste acude a hacer sus necesidades (años más tarde, mi abuelo me reveló la auténtica parte de la anatomía del sastre a la que la muñeca se agarraba, no creo que haga falta aclarar cuál pasó a ser la versión adulta) y sólo lo suelta a instancias de su dueña. 

Y así acababa el cuento, sin excesiva pena ni gloria. Éste no es exactamente un cuento de hadas, pero el elemento de la muñeca con vida hace que tampoco sea un relato costumbrista al uso. Resulta, por tanto, un híbrido extraño plagado de elementos escatológicos que sólo es posible encontrar en España. Y no lo digo yo, sino Antonio Rodríguez Almodóvar, quien afirmaba que únicamente en nuestro país puede hallarse una auténtica profusión de este tipo de aditamentos en la cuestística tradicional. Mientras que en otros países, la princesa que no se reía estalla a carcajadas con algún tropezón del pastor, soldado o gañán que prueba fortuna para sacar a relucir su sentido del humor, en la versión española, nuestro héroe dice "¿Qué tienes, prenda dorada, que no te ríes de nada? Verás que, con este trueno, te quedas desencantada", subrayando la rima con un cuesco de agárrate y no te menees. 

¿Que qué aprendí yo con La moña? ¡Venga ya! Cualquiera que conozca un poco el mundo de la infancia sabe de la pasión que sienten los críos por decir aquello de caca, culo, pedo, pis. No hay nada que más le guste a un tierno infante que soltar palabras malsonantes, cuanto más impresionantes y más malsonantes, mejor, así que escuchar a un adulto rompiendo el tabú de las palabrotas con tanta naturalidad en el contexto de un cuento es de lo más liberador que un crío puede vivir, y lo dice alguien que, de niña, era más fina que la princesa del guisante, pero ver a tu abuelo llorando de la risa mientras te cuenta un cuento, la complicidad que se genera en esos momentos... Eso no tiene precio.



LA FLOR DE LA LILÁ: LA GENEROSIDAD SIEMPRE TIENE SU RECOMPENSA, SOBRE TODO CUANDO NO SE ESPERA RECOMPENSA ALGUNA.


Respetando aquella fórmula de los cuentacuentos que reza "Y has de saber, oyente, que no miento; como me lo contaron, te lo cuento", yo he respetado el título que mi madre siempre le dio a esta historia, aunque la haya visto escrita como La flor de la Lililá. Mi madre escuchó el cuento en la radio, y le gustó tanto que lo memorizó y luego lo sacó a relucir para responder a mis voraces e insaciables demandas de cuentos. Me recuerdo a mí misma escuchándola extasiada mientras ella se dedicaba a las faenas domésticas.

En La flor de la lilá, un rey enferma gravemente, y un sabio sentencia que lo único que lo curará será la flor de la lilá, que nadie ha conseguido jamás. Los dos hijos mayores del rey intentan encontrarla, pero ambos fracasan y se pierden en el bosque. A esas alturas, cualquier niño un poco atento ya sabe que la razón de ambos descalabros es la extrema arrogancia de los jóvenes, que les lleva a despreciar y tratar mal a una anciana que les sale al paso pidiéndoles comida cuando están a punto de adentrarse en la fronda. El hijo pequeño, Juan, sin embargo, comparte sus alimentos con la mujer, lo que no sólo influye en el éxito de su empresa, sino que logra que la anciana se apiade de él cuando sus envidiosos hermanos lo matan, y lo devuelva a la vida como colofón del cuento, revelándose en los últimos compases de la historia como la mismísima Virgen María (en una cristianización más que patente del hada o la hechicera del bosque de los cuentos paganos).

Virgen, hada, bruja o hechicera, el arquetipo de la anciana sabia vertebra el cuento, y la actitud hacia su miseria, su vejez y su mal aspecto es lo que determina la suerte de los protagonistas. El niño que escucha el cuento capta el mensaje de inmediato: más allá de la apariencia de los pobres y menesterosos sigue habiendo seres humanos con dignidad que merecen nuestro respeto y solidaridad. Aunque, claro, lo del asesinato del príncipe a manos de sus hermanos puede turbar las mentes tiernas de los infantes o, más bien, las de de sus celosos protectores.


LA DE LA ESTRELLICA EN LA FRENTE: DECISIÓN, INICIATIVA Y RESPETO AL PROPIO CUERPO.

La de la Estrellica en la Frente es una de las muchas versiones hispanas de la Cenicienta. Me la contaba mi abuelo con su gracejo inimitable, y sin saber de literatura comparada, yo ya veía ciertas similitudes con la popular joven cubierta de cenizas, pero la de mi abuelo era mil veces mejor, dónde va a parar. 

Para empezar, la joven protagonista se ganaba su estrella en la frente -que, al parecer, resultaba de lo más favorecedora- y la protección de la Virgen María (otra vez la influencia católica en los cuentos de nuestra tierra) con su buen comportamiento; su hermanastra, una niñata consentida, recibe, en cambio, un rabo de burro en plena frente (lo cual nunca he encontrado yo demasiado cristiano para venir de manos de la Virgen, la verdad). 

En vez de hada madrina convirtiendo calabazas en carrozas y estableciendo límites horarios, es la propia protagonista quien, por iniciativa propia, hace servir la varita de la virtud, regalo de la Virgen, pidiendo vestido, zapatos, carruaje, caballos y cocheros ataviados con el mismo motivo (estampado con todos los peces del mar, con las nubes y con las estrellas, consecutivamente) y es ella misma quien determina su hora de vuelta a casa. Por otra parte, son tres noches, y no una, en las que nuestra chica intima con el príncipe en los torneos y lo burla dándole datos bien originales y graciosos acerca de su residencia. 

En el archiconocido episodio del zapato se produce un hecho que es glosado con todo lujo de detalles por aquellos que quieren poner de relevancia la extrema crueldad y violencia de los cuentos tradicionales: la hermanastra se corta el dedo gordo para que el zapato le entre (el talón en otras versiones). ¡Oh, por Dios, qué sangriento! ¡Casi deja en pañales a la Boda Roja! Ya cuando era una cría sabía que esa aberración no le iba a servir de nada a la del Rabo de Burro, y sí, es aberrante, y te hace arrugar la nariz frente al maltrato al que la hermanastra somete a su cuerpo para casarse con el príncipe. Repito: para casarse con el príncipe. ¿A nadie le recuerda a nada? Salvando las distancias, no son pocas las chicas que en la actualidad hacen de todo, incluyendo privarse de comida y vomitar el alimento (llegando a desarrollar enfermedades mentales como la bulimia y la anorexia), para cumplir unos cánones estéticos impuestos desde fuera. ¿Y este cuento es sexista? Si critica el sometimiento de las mujeres a la estética para conseguir pareja, ¿alguien puede decirme dónde está el sexismo?


LA GUARDADORA DE GANSOS: CONTAR LOS PROBLEMAS ES PARTE DE LA SOLUCIÓN.

Otro cuento de mi colección de los hermanos Grimm, el que más me apenaba, por la muerte del caballo Falada, a quien la suplantadora de la princesa protagonista ordena decapitar para que no cuente la verdad sobre su farsa (Falada es un caballo parlante). 

Y este cuento es, probablemente, uno de los más valioso de los hermanos alemanes, porque proporciona a los niños herramientas para hacer frente a cualquier situación que lleve aparejados el maltrato, la coacción y el silencio forzado. La criada malvada y traidora que arrebata a la princesa su identidad y ocupa su lugar junto al príncipe, la fuerza a guardar el secreto de su propio sometimiento arrebatándole un pañuelo mágico que su madre, la reina, le proporciona al comienzo de la historia. 

Amordazada y sojuzgada de esta manera, los días de la princesa transcurren miserablemente como guardadora de gansos. Es su compañero quien revela al príncipe la triste letanía de la cabeza de Falada ("Oh, princesa, si tu madre te viera, se le rompería el corazón de tristeza") y el príncipe, en última instancia, quien la anima a contarle sus cuitas a una chimenea mientras él la escucha desde la habitación contigua.

Rompiendo el secreto, superando la superstición de que había quedado sometida al perder el pañuelo mágico de su madre, es como la princesa no sólo libera su congoja, sino que consigue que su vida cambie y mejore, al ocupar el lugar que le corresponde, y el niño entiende el mensaje que le dice "no calles, no ocultes el dolor; denuncia, habla, cuenta tu problema, y todo podrá arreglarse". Éste es el primer paso para vencer el acoso escolar o cualquier tipo de abuso a manos de conocidos o desconocidos que los menores puedan estar padeciendo. Incluso existen teléfonos que son como chimeneas dispuestas a acoger relatos de sufrimiento e impotencia, y transformarlos en esperanza y soluciones. Que cuento tan horrible y perjudicial, ¿verdad? ¡Y la de contravalores que transmite! 


***

Hubo muchos más cuentos en mi infancia, y los ejemplos serían infinitos, pero dado que el siete es el número de la buena suerte y, por tanto, una cantidad "redonda", doy por concluidos los casos particulares y considero suficientemente respondida la pregunta que tanto inquieta a los guardianes de la moral, ésos que abogan por un mundo utópico con cuentos despojados de todo elemento violento o tradicional.

Vuelvo ahora a centrarme en la cuestión, analizando esa deseada utopía que para mí no es más que una horrible distopía, y que vendría a dar la puntilla a las mentes infantiles de nuestros días, ya suficientemente alienadas por otro buen montón de elementos ajenos a la lectura. Si finalmente consiguen despojar a la literatura infantil de los cuentos de hadas tradicionales,  si logran cercenarlos y mutilarlos hasta hacerlos irreconocibles, uno de los refugios de la imaginación y la fantasía habrá caído para siempre.



ENCUENTROS CON LA DISTOPÍA: CUENTOS SIN LOBOS NI BRUJAS


Esta fiebre sobreprotectora y mojigata en relación a los cuentos de hadas tradicionales no es nueva, yo ya me la encontré cuando todavía podía considerarme una niña. Mis padres tenían en la biblioteca de casa un libro que se titulaba Cómo educar a tus hijos. Por entonces, yo, inocente, nada sabía de que existían múltiples corrientes pedagógicas, así que aceptaba todo lo que decía el libro como si se tratara de dogmas incontrovertibles. ¿Que si leía un libro que estaba destinado a adultos y padres? ¡Por supuesto! Hay que leer de todo y, para ser sincera, me gustaban las estampas ilustradas del libro de marras. En una de ellas se ejemplificaba mediante dibujos las causas del miedo infantil, y seguro que no os resulta difícil imaginar una de ellas... ¡Exacto!: "Cuentos productores de miedo infantil". En el texto correspondiente aclaraba que los cuentos tradicionales estaban plagados de elementos que generaban miedo.

Yo siempre he sido muy obediente y he creído mucho lo que los libros cuentan, así que, al leer aquello, me planteé si los amados relatos de mi infancia no habrían perjudicado a mi personalidad. Me hice el firme propósito de renunciar a ellos y... bueno, poco tiempo después deseché aquel propósito, y es que criarse en la asepsis, resguardarse en una burbuja ajena a cualquier tipo de violencia, miedo o reacción inadecuada probablemente sea bueno (cosa que dudo mucho, por cierto), pero lo que puedo asegurar es que resulta mortalmente aburrido.

La mejor prueba me la dio un primo segundo un par de años menor que yo. Recuerdo una ocasión en que sus padres pasaron unos días en mi casa. Mi primo y yo jugamos, charlamos y hasta discutimos animadamente, y todo estuvo bien, hasta que en mala hora le propuse contarle unos cuentos. Aceptó encantado y me prestó toda su atención. Creo que empecé a relatar Blancanieves o La Bella Durmiente, y no pude disimular mi sorpresa y mi espanto cuando mi primo, de pronto, comenzó a hacer pucheros. Acudí asustada a su padre, que me aclaró que su hijo no estaba acostumbrado a escuchar cuentos donde aparecieran brujas. Mi sorpresa fue mayúscula, pero busqué en mi repertorio algún relato sin brujas. Escogí Caperucita Roja e hice un nuevo intento. Transcurridos los primeros compases de la historia, mi primo retomó de nuevo sus pucheros, dejándome total y absolutamente perpleja. Según la nueva aclaración de su padre, el niño tampoco estaba hecho a escuchar cuentos donde aparecieran lobos. 

Para calmar a su hijo y enseñarme el tipo de cuentos que debía contar, compuso in situ una historia cuyo protagonista se llamaba igual que mi lloroso primo, y la aventura más apasionante que debía enfrentar era salir a jugar a la pelota y conocer a otros niños. Fue entonces cuando aprecié la diferencia en toda su magnitud: los cuentos que yo conocía eran apasionantes, te hacían vibrar, contener el aliento o reír a carcajadas, despertaban ideas en el cerebro y prendían la llama de la imaginación. Lo que el padre de mi primo contaba era de una esterilidad angustiosa, no había allí nada con lo que fantasear, no despertaba ninguna emoción, más que la tranquilidad segura y monótona del más enervante aburrimiento.

Sólo por eso, por el compromiso de contar un relato con un mínimo de interés, preferiría atarme la lengua a relatar a un niño el tipo de cuento bobo, correcto y tedioso que se propugna en nuestros días desde los sectores más radicales del revisionismo y lo políticamente correcto.

Alguien podría contestarme que mi pobre primo estaba aterrorizado ante las brujas y los lobos, y que no habría sido bueno exponerlo a ese tipo de cuento cruel y oscuro que a mí tanto me gustaba. Tal vez yo tenga una personalidad retorcida y gore, aunque no aguante Juego de Tronos (ni, por extensión, Canción de Hielo y Fuego) ni me haya planteado ver The Walking Dead o ninguna película de la serie Saw. Tal vez sea así, y yo sea la bruja perversa de este cuento. Sin embargo, creo que los niños acaban por reproducir los terrores de sus padres, al menos durante la infancia, y el miedo a los cuentos tradicionales por parte de los adultos viene de un pavor no asumido a la propia sombra, a la parte más oscura de su personalidad. Cada lobo, cada bruja malvada, cada crueldad de los cuentos infantiles, les pone delante aquello de lo que tanto se empeñan en huir y, como padres amorosos que son, aquello de lo que querrían salvar a sus hijos para siempre.

Quienes así actúan ignoran también otra cuestión: los niños no son ángeles, aunque nos lo pueda parecer. Sienten impulsos muy parecidos a los de los adulto, pulsiones que no entienden y no saben expresar. Los cuentos les hablan de sus problemas con un lenguaje simbólico que sí pueden comprender. Son, por tanto, una vía de desahogo para las angustias de la infancia.

Y a fin de cuentas, por mucho que se quiera proteger a los niños, a pesar de los intentos desesperados de sus padres de ocultarles la crueldad del mundo exterior, la ilusión acabará rompiéndose, el príncipe Siddharta volverá a escapar para enfrentarse con la realidad del sufrimiento, porque si hay una verdad en esta vida es que no hay manera de huir de uno mismo para siempre. La Sombra es paciente y aguarda su turno para abalanzarse sobre el incauto que ha estado reprimiéndola durante años. Cuando esto sucede, el resultado es mil veces más traumático que la dentellada de un lobo de fantasía o las perversas tramas de la bruja de un cuento de hadas, así que, ¿no valdría más estar prevenido?