jueves, 24 de julio de 2008

EL PINTOR DE PESADILLAS (II)

- ¿Y entonces qué son? - preguntó tozudamente, su voz marcada por un tono agresivo, casi belicoso, que tan pocas veces usaba con el Maestro.
- No son más que una mezcla de recuerdos, deseos frustrados, obsesiones cotidianas, un recordatorio de nuestras miserias humanas y un catálogo de nuestros más inconfesables anhelos.
- Imposible - afirmó categóricamente, algo que tampoco solía hacer cuando hablaba con el Maestro - Yo jamás he visto semejantes cosas, no puedo recordarlas, y tampoco puedo desear algo que no conozco. No tiene sentido.
- Por lo general, los sueños no tienen sentido. Son sólo fragmentos dislocados de la realidad, mezclas informes. Tú dices que nunca has visto con anterioridad aquello que sueñas: no es necesario. Si conoces un caballo y conoces un hombre, conoces al centauro. No importa que exista o no, es una creación de tu mente.
- ¿También praderas negras, volcanes de sangre, sombra de seres invisibles, aguas dotadas de vida, abismos eternos, cielos de...?
- Conoces la pradera y el color negro; los volcanes y la sangre; las sombras y el concepto de invisibilidad; el agua y la vida; el abismo y nuestra idea de eternidad... Tienes una mente especialmente activa, Vhalan, y una imaginación desbordada, que se plasma anárquica en tus sueños. No hay nada más.
- ¿Ni la Tierra Sin Nombre? - insistió Vhalan casi con furia.
- Tendrá nombre en cuanto las gentes de la costa de Tersinden perfeccionen sus métodos de navegación y exploración y crezca su capacidad de explotación de nuevas tierras. Sólo es cuestión de tiempo que todos los misterios del mundo sean desvelados.
- Se cuentan narraciones estremecedoras acerca de la ella, leyendas que...
- La gente tiene una especial habilidad para poblar con seres imaginarios y quimeras imposibles las tierras inexploradas, lo que no conoce, lo misterioso, pero nada de ello resiste un examen riguroso de observación imparcial.

Vhalan no respondió. Veneraba al Maestro, desde que lo conocía, y la admiración era mutua. Para el anciano existían pocas cosas más fascinantes que conversar con aquel muchacho de inusual inteligencia, tan diferente del resto. Sus pinturas, elaboradas muestras de la más inabarcable fantasía, terribles composiciones donde el color se demostraba hipnótico y las líneas hacían las veces de retorcidas huellas de una mente sin parangón, lo dejaban sin aliento al primer vistazo, y tenían la virtud de atraer y mantener su atención suspendiendo el tiempo. Sin embargo, ambos tenían unos objetivos ocultos tan contrapuestos como la noche y el día: Vhalan deseaba que el Maestro gustase el sabor del misterio, lo encauzase por las sendas de lo oculto y lo secreto, le dijese por fin, sin más ambages, con aquella mirada clara y serena, que todas las leyendas que había leído y escuchado a lo largo de su infancia y su primera adolescencia eran algo más que creaciones de mentes geniales o enfermas, que eran una realidad, lejana pero cierta. El Maestro, al contrario, se sentía el mentor de su cordura, el guardián de la mente voladora de aquel muchacho extraño e introvertido, aquel que lo haría abrazar el mundo de la razón y entrar por la luminosa puerta de lo tangible. Ahora intentaba convencerlo de lo insensato de su escapada, pero carecía de armas para atravesar el escudo de silencio y obstinación tras el cual se parapetaba el muchacho.

- Sólo prométeme que no volverás a intentarlo - dijo, y sus palabras adquirieron un tono de súplica del que renegó al instante de escucharse a sí mismo. Al infractor se lo amonesta, no se le ruega, pero el Maestro amaba a Vhalan como al hijo que nunca había tenido, y disciplinarlo le resultaba muy duro, a pesar de estar convencido de que era lo mejor.
- Lo prometo - aseguró el joven con los ojos perdidos en la pared del estudio. Su voz sonó hueca y el Maestro se dio cuenta de que tenía la mirada vacía de sueños.

El Maestro opinaba que todos los problemas de Vhalan procedían de sus dificultades para ubicar su identidad, para dotarla de sentido. Y todas aquellas dificultades eran producto de una infancia más que irregular, una infancia ocupada con vanos intentos de encajar y asimilar que la que hacía las veces de su madre no lo era en realidad, que la suya, la de verdad, descansaba bajo una lápida demasiado sencilla en el panteón familiar, escondida en una esquina, como si la simple presencia de su tumba fuese una vergüenza, un secreto que hubiese que ocultar a los selectos ojos de aquellos que tuvieran el gusto de visitar las viejas glorias embalsamadas de la familia real de Grenferok.

Takder III de Grenferok siempre había amado a Elvanor, antes de llevar el ordinal y el nombre de su ciudad detrás de su nombre de pila, antes incluso de comprender cabalmente que algún día sería el titular de una de las ciudades-estado más grandes y poderosas del Imperio. La había amado incluso sin saberlo, desde el primer día que la vio, cuando él no era más que un muchacho atolondrado que llevaba de cabeza a su padre y a sus tutores y ella una niña de cabellos de oro y risa de cristal. Se casaron en cuanto ambos alcanzaron la mayoría de edad, sin albergar ninguna de las dudas que a menudo atenazan a quienes se plantean contraer matrimonio. Pasaban los años y la felicidad de la pareja se fortalecía día a día, a pesar de la falta de hijos. Sin embargo, en Grenferok había imperado siempre una despiadada política de "A rey muerto, rey puesto", y varias voces se elevaban a diario criticando la esterilidad de la reina, que muchos atribuían supersticiosamente al castigo de algún misterioso dios, tal vez por habese atrevido a ser demasiado felices. Por eso Elvanor partió hacia las Montañas Grises, donde se decía que habitaba una comunidad de sabias mujeres que conocían el secreto de todas las plantas, secretos remedios para todo tipo de dolencias y enfermedades, luminosos brebajes que llevaban la salud a quienes los bebían. Tanto ella como su comitiva desaparecieron en las Montañas Grises, sin llegar a su destino.
Takder la esperó durante más de un año, el tiempo límite que las leyes de Grenferok disponían para deshacer un matrimonio y sustituirlo por otro si el cónyuge desaparecía o no se sabía nada de él. Simplemente se le declaraba muerto y se buscaba a otra persona siguiendo, por supuesto, la efectiva política de "Rey muerto, rey puesto", que tan bien funcionaba en Grenferok. Takder se negó a ello, a pesar de todas las voces que clamaban por un heredero y todas las ofertas tentadoras, más o menos veladas, que se le presentaron.
Cuando llevaba un año y medio sin Elvanor, una misteriosa mujer de cabello oscuro pidió asilo en el castillo durante una noche de tormenta. Al ama de llaves le dio pena, y no sólo le dio cobijo, sino que le ofreció un trabajo en el cuerpo de camareros del rey. Fue así como Takder comenzó a fijarse en ella, y decidió ahogar algunas de sus noches de dolor en sus brazos. Le fascinaba, sin quererlo, el negro sin fondo de sus cabellos y sus ojos, y el abismal contraste entre estos y su piel de nácar, o las canciones misteriosas que gustaba de susurrar a su oído.
Ella le ocultó su estado hasta que fue demasiado patente y Takder aceptó a su hijo, aunque no le dio a la madre ningún tipo de garantía sobre un futuro matrimonio. Ella tampoco se la pidió. Se conformó con aprovechar el abundante tiempo libre del que dispuso cuando dejó de trabajar vagando por el castillo y la ciudad con sus nuevos vestidos de seda negra. El médico le había prescrito reposo y paseos tranquilos a partes iguales ante su frágil estado de salud, y el rey se cuidó de que todo favoreciera el bienestar de su concubina y del hijo que llevaba en su vientre. No la amaba, pero sentía por ella una suerte de sencillo afecto que le impedió renegar de ella, incluso cuando recibió aquella misiva de parte de las Hermanas de las Montañas Grises donde se le comunicaba que Elvanor había sido rescatada de entre una sanguinaria tribu montañesa que la tenía cautiva y se recuperaba a pasos agigantados en el monasterio, que estaba viva y se encontraba en perfecto estado.
Takder abandonó Grenferok inmediatamente, rumbo a las Montañas Grises, dejando atrás a la enigmática mujer de cabellos negros, que simplemente languideció entre los muros del palacio. Ella intentó abandonar para siempre el castillo y la ciudad, pero su avanzado estado de gestación le impidió llevar a cabo su huída. Dio a luz una noche de tormenta, similar a aquella en que llegara al castillo, y murió antes del amanecer, tras manifestar su deseo de que su hijo llevase por nombre Vhalan, que significaba algo así como Juego del azar.
Takder llegó a la mañana siguiente acompañado de su esposa. Elvanor se hizo cargo del pequeño Vhalan, mientras esperaba a su propio hijo, que a pesar de ser el segundo de los vástagos del rey llevaría su nombre y heredaría su corona. Jamás se vio en la reina un gesto o una palabra de rechazo hacia Vhalan, tan sólo un leve temor hacia aquel chiquillo extraño de mirada desconcertante y tan oscura como la de su madre. Temía por Takder, su hijo, sin saber por qué, y sin imaginar cuánto lo quería Vhalan y cómo el destino del muchacho desencadenaría la desaparición del primogénito del rey.





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