jueves, 21 de junio de 2012

EL GRITO


¿No os habéis preguntado alguna vez por la historia que ocultaba un determinado cuadro, por la historia que había detrás de esas imágenes? ¿Qué ocurría en la cabeza del artista para pintar precisamente lo que pintó? En las obras de carácter mitológico o religioso, esa duda es mínima: el pintor quiso representar a la Virgen o a Ícaro en el momento de precipitarse al vacío, fin de la historia. Sobre él pueden actuar múltiples factores que lo lleven a pintar precisamente eso, y no cualquier otra cosa, pero la temática está bastante clara.

Sin embargo, en los cuadros conntemporáneos no sucede eso, y muchos parecen ocultar toda una historia tras de sí, y su contemplación abre de par en par las puertas a la imaginación.

Creo que la primera vez que yo me hice las preguntas que he formulado al principio, aunque tal vez fuera de manera inconsciente, fue al contemplar "El grito" de Munch en el libro de Ciencias Sociales de 8º de E.G.B. Aquel cuadro me pareció horrible, pero también irresistiblemente magnético. Busqué en el pie de foto, y en el texto que lo acompañaba, y todo lo que se me decía allí era que pertenecía al movimiento expresionita, caracterizado por plasmar la angustia de los individuos ante la soledad y una sociedad deshumanizada. La explicación es correcta, convincente y adecuada, pero desde entonces, había fantaseado alguna que otra vez con la historia que se ocultaba detrás de ese cuadro, aun cuando posteriormente me enterara incluso de quién era cada personaje (el que grita es el mismo Munch y los que se alejan, dos amigos que parecen indiferentes ante la angustia del artista). Pero es que un cuadro como éste da para varias historias... De ahí surgió la idea de inventar algunas historias sobre mis cuadros favoritos. Os dejo aquí la de "El grito" que escribí el pasado verano. Por si no os gustan las temáticas tan lúgubres, próximamente colgaré la de otro cuadro mucho más positivo.




EL GRITO

Puede que sí, doctora, puede que sí. Lo admito. Tal vez tengan razón las gentes que me han rodeado en el puente, preguntándome con compasión, extrañeza y horror qué me pasaba; puede que el más cuerdo de ellos haya sido el que les ha llamado a ustedes, presuponiendo que estoy loco, arrogándose el papel de improvisado psiquiatra. Sí, tal vez esté loco.
Pero también puede ser que los locos sean ellos, que seamos todos. ¿Sabe una cosa, doctora? La sociedad está aquejada de angustia, pero nunca la expone, nunca la grita. Yo lo he visto, lo veo, a diario: gentes que van a encerrarse en cubículos a los que llaman oficinas, las caras grises, el paso apresurado de los que no saben por qué van a donde van, y por eso aceleran, porque tal vez, si logran llegar antes de que la duda se abra paso en su cerebro, estarán a salvo de sí mismos. La sociedad duda, doctora, pero no admite que duda.
¿Cree usted que este sitio está lleno? Yo diría que todo lo contrario, que más de la mitad de los fantasmas con los que me cruzo cada mañana deberían estar aquí, junto a esquizofrénicos, catatónicos, psicóticos, delirantes, paranoicos y el resto de dementes que circulan por estos pasillos o sufren aislamiento tras las rejas de alguna de sus acogedoras celdas. ¿También hay una celda para mí, doctora? ¿Una de ésas pintadas de blanco impecable, blanco nuclear, como el del mejor detergente, especialmente diseñada para neutralizar las ideas? Colóqueme en una situada junto a la de un demente que grite mucho, que grite tanto y tan fuerte que sus alaridos logren traspasar la insonorización a que someten sus instalaciones. Quiero escuchar gritos, sí, doctora. Así yo también podré gritar, y ambos formaremos un simpático coro de berridos. También usted debería gritar, todos y cada uno de los seres humanos a los que llamamos cuerdos deberían hacerlo, deberían liberar el tormento de la angustia que diariamente viven en un único y desesperado grito que desplazara el eje de rotación del planeta… ¿puede el sonido hacer eso? ¿Qué opina usted, doctora?
¿Sabe que algunos días nadie me habla? Absolutamente nadie. Son días muy curiosos, no crea… En esos días, sólo el despertador parece darse cuenta de que existo y monótonamente me recuerda mis obligaciones. Me levanto, y miro por la ventana, y fuera el mundo es siempre igual, siempre gris, aunque brille un sol espléndido: el gris del asfalto, el gris de los edificios… Los que están frente a mi piso son tan altos que me impiden ver el azul del cielo o las nubes, tengo que esperar a salir de casa para enterarme de la meteorología. Maldito sea el infame que estableció que los edificios tenían que ser grises; en el gris no hay seriedad, hay tristeza.
Le ahorraré las rutinas cotidianas, no hay nada significativo en ellas: todos los desayunos son iguales, al menos los míos lo son, aunque algunos anuncios se empeñen en asegurarme que con sus productos se convertirán en momentos felices. Créame, tomar un café y una tostada requemada escuchando tragedias en el telediario nunca es memorable.
También yo trabajo en una oficina. Cuando pienso en ello tengo que reírme. Mis padres me aseguraban que debía estudiar una carrera con futuro para llegar a ser alguien, y ahora no soy más que el tarado que perdió la cabeza en el puente… De la carrera que estudié odio hasta el título que tengo colgado en la pared, con sus letras elegantes y las orlas y cenefas de rigor, recargadas y absurdas; pensé que era un billete para la libertad y no ha sido más que una sentencia a cadena perpetua. Ya sé que nunca se es viejo para comenzar de nuevo, o al menos eso dicen, pero a mí me anestesiaron las ganas y el alma hace tiempo, ahora no sé ni quién soy, tal vez por eso he armado tanto jaleo en el puente.
Volviendo a lo que le decía de la incomunicación, eso de que hay días en los que nadie me habla… ¿sabe que hoy ni siquiera la cajera del supermercado me ha hablado? Bueno, sí, me ha comunicado el importe de mi compra, pero no hablaba conmigo, porque mantenía la vista baja y el gesto ausente, como esos catatónicos que he visto de refilón mirando sin ver nada por las ventanas de este lugar.
Tampoco en la oficina nadie me ha dirigido la palabra, no gozo allí de muchos amigos, y Pérez, tal vez el único que se acerca remotamente a esa definición, no ha venido hoy: tenía que llevar a su madre al médico. Tampoco fumo, así que no dispongo de ningún ratito en la puerta del edificio echando humo y charlando con los compañeros de temas intrascendentes. Por todo eso, lo único que he hecho ha sido dirigirme a mi puesto de trabajo, un cubículo aislado, con el ordenador como único acceso al mundo de afuera, y allí me he encontrado con los expedientes que debía gestionar hoy cuidadosamente ordenados encima de mi mesa. Esta Paqui… siempre tan diligente, tan ordenada, tan silenciosa y arisca…
Le ahorraré el relato de mi silenciosa comida, y la silenciosa tarde, también en la oficina. He acabado al fin con los expedientes y me he marchado. Nadie me esperaba en casa, ni tampoco tenía ningún mensaje en el móvil ni el contestador: ningún amigo al que le apeteciera una cerveza, ninguna noticia de mi novia. Sí, aún somos novios, aunque ella me haya dicho que quiere tomarse un tiempo para pensar... ¿en qué? No sé, imagino que si en aún le quedan ganas de seguir hablando conmigo o me propina un silencio definitivo en los oídos y en el alma.
En casa había tanto silencio que he decidido salir un poco, por eso me he dirigido al puente. Ha querido la mala suerte que llegase justo en el crepúsculo, un crepúsculo de nubes rojas y retorcidas. No estaba solo, mucha gente circulaba en una y otra dirección, mucha gente paseaba, pero nadie me hablaba, ni siquiera he sentido ninguna mirada, ningunos ojos piadosos sobre mi persona. Todos charlaban entre sí, animados, y yo no he podido entender qué les podía motivar.
Sólo veía ante mí el cielo rojo, infernal; el puente gris con barandas estridentemente naranjas; las aguas oscuras y onduladas a nuestros pies... y la gente, pasando como un desfile de hormigas, como en una de esas películas mudas, antiguas, donde los fotogramas se mueven a una velocidad irreal y delirante… Y de pronto, todos esos elementos se han unido para crear un silencio opresor en mi cabeza… como si el tiempo se hubiese parado un momento y ese instante de cielos sangrientos y aguas negras fuese a hacerse eterno… Silencio, más silencio… ¿Acaso existo? Ésa ha sido mi duda en ese instante torturado de supremo silencio… ¿Cómo no iba a tratar de ponerle fin? ¡He tenido que romperlo, doctora! ¡He tenido que gritar! ¡Justo, justo como estoy gritando ahora! Un grito para ahuyentar el silencio de la tarde, la indiferencia del mundo, el gris de mi vida monótona y hueca en la que no soy nada para nadie, para asegurarme, en ese momento de duda, de que existo, ¡sí, existo! Existo porque grito, porque soy capaz de convocar a la gente tan sólo con ese alarido de loco histérico, porque al fin soy alguien, o algo, para esa multitud, aunque sólo sea una lamentable anécdota que contar en casa, aunque sólo sea el loco que gritó en el puente.

miércoles, 13 de junio de 2012

EL ESPÍRITU DE LA TRAGEDIA


El Espíritu de la Tragedia abandona el cine: lo han espantado unas risas en la octava fila, y un beso furtivo en la décima. Se promete a sí mismo no volver a entrar en otra sesión para adolescentes, aún conservan demasiadas esperanzas.
La calle es un hervidero de malas fortunas bajo el sol implacable de las seis de la tarde: una mujer extiende sus manos arrugadas y vacías a la caridad ajena, tan escasa en estos tiempos; un inmigrante pasea cabizbajo recordando un pueblecito perdido allá en África, donde se esfumó su infancia soñando con una Europa que resultó ser demasiado fría. Mira a la joven rubia que parece observar los escaparates atestados de rebajas, mientras lucha por ocultar sus ojos anegados de pena a los transeúntes, esos desconocidos que, seguro, son mucho más felices que ella.
El Espíritu de la Tragedia se regocija, trágicamente, como sólo él sabe hacerlo, con una lágrima honda y oscura surcando su mejilla que jamás ha recibido un beso, con una sonrisa amarga que no es más que una mueca.
Tiene hambre y se dirige al hospital, un lugar propicio para saciar su alma oscura y agorera, y se toma el postre en el cementerio, en el entierro de alguien que era demasiado joven para morir.  
Luego visita a un poeta que compone versos tristes frente a su ventana, el desvencijado marco para el cuadro gris del edificio de enfrente; le gusta ese joven, uno de los pocos que lo recibe con los brazos abiertos, aunque piense que es su musa, y no él, quien lo ilumina de negruras. También toca a la puerta de una mujer enamorada, que abre ansiosa esperando al cartero y sólo encuentra ante sí la calle vociferante de tráfico y el buzón vacío. Sopla ligeramente en el oído de ese anciano que hoy, sin saber por qué, siente que toda su vida ha sido una equivocación, y toca el hombro del hombre que vuelve del INEM, otra vez con las manos vacías. Entra brevemente en un portal, donde deja llorando desconsolada a una señora que cargaba con dos bolsas de la compra; ahora yace sentada en un escalón, derrumbada, recordando a aquel hijo suyo que ya nunca la visita.
Llamamos su atención, sin querer, cuando pasa frente al banco del parque donde nos hemos sentado. Lo sabe todo de ti, y de mí, de la distancia que nos separa y los rencores que, sin querer, van tiñendo nuestras almas. De pronto parecemos olvidar los paseos cerca del mar, las risas compartidas ante una taza de café o los besos inacabables en este mismo banco del parque. El futuro ya no es sólo brumoso, sino oscuro y desalentador, un salto insalvable, un puente derribado sobre un abismal barranco.
Nos salva una dulce ráfaga del viento del sur, que me trae tu olor, tan familiar, el olor de mi hogar. Te miro y me miras, y nos miramos, y al besarnos notamos un batir de alas negras que se alejan: es el Espíritu de la Tragedia, al que hemos logrado ahuyentar, al menos de momento.