sábado, 19 de julio de 2008

EL PINTOR DE PESADILLAS (I)


La primera vez que Vhalan escapó de casa acababa de cumplir trece años. No tenía nada en contra de su familia ni de su vida en el castillo de Grenferok, ni de la misma Grenferok, que se extendía a sus pies como un caótico hervidero de vida, muerte y asuntos humanos, unos más turbios que otros. No odiaba a su padre, que lo había aceptado como un miembro de pleno derecho de la familia donde otro lo habría rechazado como un bastardo más, ni a Takder, su hermanastro, al que profesaba un cariño que muchos legítimos hermanos de sangre querrían para sí. Ni siquiera a Elvanor, a la que respetaba profundamente: cumplía con eficacia sus deberes y era lo más parecido a una madre que Vhalan tendría jamás.

Tan sólo quería conocer el lugar del que procedían sus sueños, aquellos sueños que por la mañana pintaba arrebatado, ausente, como sumido aún en ellos. Había comenzado desde muy niño con aquella costumbre de emborronar lienzos con pinturas dislocadas que al principio Elvanor achacó a su edad y a la poca pericia con los pinceles y acabaría suponiendo, en secreto, fruto de alguna enfermedad mental hereditaria de cura improbable.

En aquel lejano atardecer de otoño, Vhalan salió sin más de sus aposentos. El soldado que hacía guardia en la puerta no se lo impidió, pues los hijos del rey tenían libertad de movimiento por el palacio. Tampoco se lo impidieron los soldados de los patios, porque los hijos del rey tenían libertad de movimiento por los jardines, el patio de armas y las almenas, ni tampoco los vigilantes de la puerta principal, porque los hijos del rey tenían libertad de movimiento por la ciudad, y mucho más el mayor de ellos, que aunque algo hosco y desconcertante, siempre había dado muestras de sensatez y juicio.

Sin embargo, Vhalan sabía que no tenía tanta libertad de movimiento fuera de Grenferok, y los vigías de las puertas de la ciudad recelarían de un adolescente vestido de seda que pretendiera salir de la ciudad sin compañía de un adulto o un escolta justo antes del cierre de las puertas. En realidad, era de lo único de lo que los vigías podían sospechar: normalmente les preocupaba más quien entraba a la ciudad que quien salía. Pero Vhalan ya tenía previsto aquel movimiento, y en el hueco del tronco de un viejo sauce que penaba a orillas del cementerio antiguo había ocultado una capa raída y demasiado remendada que había cambiado a un mendigo por un abrigo decente tan sólo unos días antes. La capa tenía la gran ventaja de poseer capucha. Si alguno de sus rasgos pretendía ocultar Vhalan eran sus ojos. Todos los miembros de la realeza los tenían tatuados: dos finas líneas negras que perfilaban sus párpados y que los hacían inconfundibles. Pero Vhalan confiaba en la habilidad de la noche para guardar secretos con su cómplice oscuridad. Junto a la capa guardaba también unas alforjas con comida que cualquier noble hubiera tragado en un magro aperitivo: él pretendía hacerla durar cinco días, lo suficiente para llegar a Estayder, la siguiente ciudad-estado.

Anduvo por los callejones y las avenidas de la ciudad con paso firme y decidido, oculto por la capucha, y se sonrió ante la falta de reverencias y saludos con que habitualmente era agasajado cada vez que rondaba por ella de forma oficial. Salió sin levantar la más mínima sospecha por la Puerta del Camino del Este, donde la oscuridad que presagiaba la noche había comenzado a engullir los barrios exteriores en sombras. Nadie le detuvo.

Vhalan siguió caminando toda la noche, y también toda la noche siguiente, y la siguiente, sin detenerse en ningún pueblo ni quitarse jamás la capucha. Sólo la piedad lo hizo detenerse, la cuarta noche, y eso dio al traste con su plan. No lo hizo por aquel viejo, que a pesar de yacer herido en el fondo de un oscuro terraplén apestaba a cerveza barata y entre alarido y alarido no paraba de proferir insultos contra su abnegada hija, que compungida y llorosa pedía ayuda a gritos desde el borde del camino. Lo hizo por ella, por supuesto, por Barhina, y porque no podía soportar el llanto de nadie. Más tarde, junto al fuego, mientras ella ponía compresas frías en las feas magulladuras que su padre tenía por todo el cuerpo, la observó sin pudor, pero tampoco sin lujuria, jamás supo mirar de esa manera. Pero la miró una y mil veces, y se perdió en sus ojos de color violeta, semejantes a un mar de tarde. Aquella noche, mientras hablaba con Barhina junto al fuego, se prometió que cuando regresase de la Tierra de donde procedían sus sueños, con el secreto de su pasado y su identidad resueltos, la buscaría y se casaría con ella, porque prefería aguardar solo toda la eternidad que vivir junto a alguien que no tuviese la mirada violeta de Barhina.
- ¿Hacia dónde te diriges? - preguntó ella.
- A la Tierra Sin Nombre, aquella de la cual proceden mis sueños - respondió él sin rodeos. Con la mujer que se ama se ha de ser siempre sincero.
- Tal vez dentro de quince años - respondió enigmáticamente ella, tras mirar el fondo oscuro de los ojos de Vhalan.
Luego le contempló con tristeza y se sumió en sus pensamientos. Vhalan no creyó oportuno preguntar por qué había dicho eso. Se encontraba subyugado por ella, y no podía parar de observarla. En uno de aquellos arrebatos de temeridad que suele provocar el amor, y mucho más el amor juvenil, se había echado hacia atrás la capucha. Tan sólo pareció desconcertado cuando ella clavó su mirada en sus ojos perfilados.
- No se lo contaré a nadie - le atajó Barhina con tono tranquilizador.
Barhina no pretendía contarlo a nadie, pero su padre, que entre las brumas del alcohol y los quejidos acertó a distinguir los peculiares ojos de Vhalan, apenas esperó a llegar a la aldea más cercana para denunciar al joven de sangre real que vagaba con ropas de mendigo. Más tarde dijo que se trataba de responsabilidad: no podía dejar a un chico de su edad abandonado a su suerte sabiendo que tenía familia. Barhina sabía que el único impulso que había empujado a su padre a la delación era la promesa de una recompensa generosa.
Vhalan volvió al palacio de Grenferok. A pesar de sus sueños, de los impulsos cada vez más acuciantes que le llamaban desde la Tierra Sin Nombre, no abandonaría el palacio y la ciudad hasta quince años más tarde, para no volver jamás.

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