sábado, 22 de septiembre de 2012

UN DISEÑO DE NATHANIEL EVANS (III)


 

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Mist Bastida, el bisabuelo de Edith, había sido un hombre atípico. Dotado de la mejor ingeniería genética del momento, despreciaba en cambio todos aquellos avances que se derivaban de su pertenencia a la élite terrícola. Su hermano menor había gozado de las mismas ventajas que él, pero había muerto con sólo siete años atropellado por un aerodeslizador. Mist adoraba a aquel niño de ojos azules, cabellos rubios de ángel y sonrisa encantadora, y llegó a la amarga conclusión de que ni toda la ingeniería genética del mundo era capaz de burlar a la muerte. Se volvió un adolescente desencantado, sarcástico, difícil de tratar y más aún de entender. Cumplía con responsabilidad marcial en sus estudios y, tal como mandaba la tradición de los Bastida, se matriculó en la Facultad de Medicina, que por aquel entonces aún no había cambiado su nombre por el de Facultad de Estudios Tecnomédicos, aunque basara la mayor parte de sus prácticas en tecnología robótica. Mist aprendió a realizar selecciones genéticas y a crear cyborgs, pero su personalidad parecía presa de un profundo desencanto. 

Nadie pudo ver nunca a Mist divirtiéndose en los bares de la facultad, alternando con sus compañeros de estudios, genéticamente tan perfectos como él, ni yendo de ligue a las fiestas que organizaban a menudo las chicas de la residencia de enfermeras. En vez de eso, prefería los mugrientos bares de la periferia, donde se mezclaba con cyborgs, deformes y mutantes, los verdaderos hijos de la Guerra Trans-Continental. Trataba de confundirse con ellos, resguardándose tras el tupido velo del humo de decenas de cigarrillos. Allí nadie tenía en cuenta que hablaba, reía, fumaba o jugaba al póker con Mist Bastida; allí era uno más, a pesar de la perfección de su código genético, y aprendió a apreciar la decadente belleza de los bajos fondos: unos ojos azules e hipnóticos en un rostro demacrado, una sonrisa mellada pero cálida, unas manos arrugadas cuya propietaria de veinte años conservaba intacta la coquetería de pintarse las uñas y, sobre todo, las almas sin dobleces, expertas en supervivencia, generosas a carta cabal, valientes o resignadas... Mist se refugió en aquellos tugurios de la artificialidad que infestaba su mundo perfecto, y fue allí donde conoció a Agatha Lefebvre y se enamoró de ella.

Fue en el Secret Underworld donde la vio por primera vez, de pie junto al desvencijado piano que tocaba Amir Silvetti, el músico más reputado de la periferia, apoyándose con indolencia y simulando fumar uno de esos largos y antiguos pitillos mientras cantaba una vieja canción de cabaret. En cuanto sus ojos se posaron sobre su esbelta figura enfundada en un largo vestido negro, no pudo evitar que se colara en su mente uno de aquellos pensamientos elitistas que había mamado en su educación: Mist se dijo que esa mujer era demasiada mujer para un lugar así. Lo rechazó sintiéndose culpable, pero fue un sentimiento mínimo: su conciencia y sus prejuicios se relajaron notablemente ante la visión de Agatha. Cantaba con voz áspera, acariciando cada frase con una rara mezcla de ligereza y dramatismo, exhibiendo una media sonrisa amarga y dejando prendida su mirada con sensualidad en cada uno de quienes la escuchaban. Cuando miró a Mist Bastida, el joven médico supo que se hallaba completamente preso en las redes del amor. 

Buscó a Agatha cuando acabó su actuación y la invitó a tomar lo que quisiera: ella aceptó encantada, pero Mist detectó la reserva que todos los pobladores de aquel mundo imperfecto y castigado mostraban a la vista de un genos, como llamaban a los de genética selecta. Con una simpatía que ni él mismo sospechaba poseer, Mist logró que Agatha se relajara, y ambos pasaron más de tres horas conversando y riendo distendidamente. Durante la charla, con su bien entrenado ojo clínico, se percató de todos los defectos físicos de la chica: la radiación había respetado su piel y sus dientes, pero la exuberante melena cobriza era una peluca, y algunas cicatrices pálidas que asomaban en su espalda descubierta, sus brazos, su cuello y su generoso escote le hablaban de implantes cibernéticos. Nada de eso espantó a Mist, ni siquiera el comentario de Owen, el propietario del bar, cuando al día siguiente le preguntó por ella: "Ah, sí, Agatha... la chica es guapa y canta como los ángeles, pero la pobre será pronto un robot si sigue colocándose implantes. Así es la vida, ¿no? Ya tiene el corazón y los riñones de chatarra, y varias venas, de las principales, así al menos se va sosteniendo; si no, ya estaría muerta. Tiene una suerte malísima: por fuera parece una muñequita de porcelana, pero por dentro está podrida".

Mist Bastida aplicó su proverbial rebeldía a su relación con Agatha, y le fue muy bien. Su selecto mundo y su elitista familia ya lo habían dado por perdido hacía mucho tiempo, y no se alarmaron en exceso cuando apareció del brazo con una cyborg de los bajos fondos. "Al menos es bonita, podrá disimular durante algún tiempo de qué está hecha en realidad", opinó su madre, y el señor Bastida se limitó a dirigirle una mirada evaluadora a la novia de su hijo y preguntarle el modelo de sus implantes. Con la misma Agatha fue más difícil: la joven apenas esperaba de la vida otra cosa que no fuera cantar y ganar lo necesario para seguir sustituyendo su estropeada anatomía; verse de pronto rondada por un joven y próspero genos, el cachorro de una familia escandalosamente rica, le ocasionó muchas dudas, y su inseguridad fue el detonante de las discusiones más importantes del principio de su noviazgo. Finalmente se dijo a sí misma que quizás lo merecía, y ése fue el final de sus angustias. Mist, por su parte, adoraba su ingenua alegría y admiraba su valor y el arte con que cantaba las viejas canciones de cabaret. Se casaron al año y medio de conocerse.

Mist Bastida nunca se mostró interesado en tener hijos, y mucho menos cuando comprobó la precaria salud de Agatha. Le bastaba con su compañía, y al contrario que todos sus ancestros del clan Bastida, no aspiraba a que su vástago lo sustituyera en el Hospital General Genético Boris Christensen ni al frente de su cátedra de la Facultad de Medicina, como él había hecho con su padre. Aunque sabía jugar sus cartas en aquella sociedad despiadada, no la admiraba en absoluto, y no pretendía condenar a nadie más a seguir jugando. Sin embargo, el ser humano es por naturaleza ambicioso y, tras salir de su precaria vida sin perspectivas en los bajos fondos, Agatha se empeñó en ser madre. Mist se las arregló para posponerlo, pero tras diez años de matrimonio, las excusas se le acabaron: había sometido a su mujer a un carísimo tratamiento de regeneración y ella se encontraba pletórica, bellísima y con más salud que nunca; el de la maternidad era el único sueño que le quedaba por cumplir. Mist accedió a regañadientes y con un oscuro temor rondándole el ánimo, pero en el fondo sabía que aquello acabaría sucediendo: nunca había sido capaz de negarle nada a Agatha. 

El embarazo resultó funesto, tal como Mist temía; alteró el precario equilibrio del organismo de Agatha, pero ésta logró llevarlo a buen término, y aunque su hijo, Timothy, nació por cesárea, dejándola exhausta, en cuanto se hubo recuperado un poco, se consagró a su crianza. En aquellos momentos estaban en boga los Breeding-B2, y se comenzaba a hablar de una nueva serie de androides de crianza que iba a revolucionar el mercado, pero Agatha se negó tajantemente a que su hijo fuese criado por una máquina, y Mist la apoyó. Fueron cinco años de felicidad familiar en los que, paradójicamente, la salud de Agatha se fue deteriorando a marchas forzadas sin que Mist y toda su ciencia pudieran hacer nada por evitarlo. Murió poco antes del sexto cumpleaños de Timothy. 

Mist Bastida se encontró perdido: no se trataba de alimentar a su hijo, de acostarlo a sus horas o llevarlo al colegio... se trataba de algo mucho más profundo: entenderlo, enfrentarse a sus dudas y sus miedos, afrontar la muerte de Agatha por partida doble, conducirlo a través de una infancia que iba a ser irremediablemente dolorosa... Un compañero fue el primero en hablarle de la posibilidad de adquirir un breeding.

- Necesitas una sustituta para Agatha, como en los antiguos cuentos infantiles... seguro que los recuerdas: Blancanieves, Cenicienta, todo ese tinglado... La madre moría y el padre se buscaba una sustituta para criar a su hija, así lo decían en el cuento.
- Sí, yo también lo recuerdo, y creo poder asegurar que el experimento era bastante desastroso, ¿no eran malvadas todas las madrastras de los cuentos? ¿Quieres que me busque una novia que cuide de Timothy? - le contestó Mist amargamente.
- No, claro que no. No estoy hablando de una novia, sino de un androide, uno de esos breeding. Están muy de moda...
- No quiero que a mi hijo lo críe una máquina.
- No parecen máquinas, ya se encarga de eso el genio de Nathaniel Evans. Te cruzas todos los días con ellos por la calle y ni siquiera sabrías reconocerlos a no ser que les mirases el sello que llevan en la nuca. Además, ese nuevo modelo, el B3, está causando furor. Prueba al menos a verlos...

Aunque Mist sentía que traicionaba la memoria de Agatha planteándose la compra de un robot de crianza, se sentía tan desbordado que fue a echarle un vistazo. El comercial del Instituto de Ciencias Robóticas hizo formar en filas a los androides de la serie B3 que tenía en stock y mientras el señor Bastida se paseaba entre ellos mirándoles el rostro, fue recitando de memoria todas las virtudes de los breeding, desgranando un sinfín de datos técnicos que hubieran abrumado a cualquier profano, pero que a Mist le resultaban familiares debido a su trabajo. Él, por su parte, apenas le prestaba atención: buscaba entre los androides, masculinos y femeninos, uno cuya expresión le resultase confiable y con la suficiente personalidad para hacerse cargo de la crianza de un Bastida. Sin embargo, todos le parecían pusilánimes, meras máquinas con rostros pretendidamente tiernos que lo único que lograban provocarle era desprecio y lástima. Cuando se disponía a volver a casa con la excusa de meditar su adquisición con tranquilidad, lo vio, o tal vez sería más exacto decir que fue al revés: el androide lo miró a él. Se trataba de un ejemplar no demasiado alto, de cabello rubio oscuro, casi castaño, peinado en un estilo desenfadado. Bajó la cabeza inmediatamente cuando se percató de que Mist se acercaba a él.

- ¿Cómo te llamas? - preguntó Mist cuando estuvo a su lado.
- No tienen nombre, señor Bastida, es el propietario quien debe proporcionárselo - aclaró el comercial.
- Mírame - ordenó Mist en un tono que pretendía sonar autoritario, pero que resultó más dulce de lo previsto.
El B3 obedeció y clavó en él un par de ojos color azul oscuro que estremecieron el recuerdo y el alma de Mist Bastida. Eran los mismos ojos de su hermano. El androide sonrió tímidamente, y aquel gesto resultó definitivo, porque también sonreía de la misma manera que el pequeño muerto tantos años atrás. 
Mist palideció intensamente, pero cuando logró recuperar la compostura, fue para dirigirse al comercial y anunciar lacónicamente:
- Apunte a este androide con el nombre de "Keyren-B3" y mándemelo a casa.



Continuará...

UN DISEÑO DE NATHANIEL EVANS (II)



- 2 -

Todo el mundo conocía a Nathaniel Evans, incluso los niños y los differ-mens, aquellos individuos con bajas capacidades intelectuales. Se podría decir que el eminente científico e ingeniero había marcado a fuego la Historia de las Civilizaciones, de todas ellas. Su vida se estudiaba en las escuelas, y se hablaba largamente de su ejemplo a los jóvenes. La mayoría ignoraba de forma deliberada su muerte, que se había producido de manera ignominiosa, en una anónima y oscura institución para dementes y débiles mentales. 

Nathaniel Evans había nacido en una familia muy humilde en los peores tiempos de la postguerra. La radiación lo había afectado cuando aún era un feto, llenando su cuerpo de bultos y deformidades: cojeaba ostensiblemente, comenzó a perder el cabello a los ocho años y ya desde su nacimiento hubieron de convertirlo en un cyborg para que pudiera seguir vivo. Sin embargo, ni las cenizas radioactivas ni los vapores venenosos que impregnaban el aire afectaron ni un ápice a su inteligencia, que se reveló brillante desde su más tierna infancia. Nathaniel Evans logró lo que muy pocos conseguían: que Edward Huxley, el tozudo multimillonario que se había hecho famoso por abanderar el movimiento Casa-Tierra, se fijase en uno de sus proyectos de un concurso de Ciencias cuando el pequeño sólo contaba diez años y se comprometiese a financiar sus estudios. Nathaniel acudió a la universidad rodeado de ejemplares modelados por la ingeniería genética más avanzada y los superó a todos con creces. 

Desde el Instituto de Ciencias Robóticas, del que entró a formar parte ganándose el puesto a pulso entre una decena de dilentantes inútiles y que posteriormente presidiría, Nathaniel impulsó la creación de los primeros androides con apariencia verdaderamente humana y salida al público general. Fue una revolución sin precedentes: por fin se acabó el ver merodear por la cocina a aquellos cacharros metálicos que sólo se diferenciaban unos de otros en el tono de la pintura metálica y el timbre de la mecánica e impersonal voz. El genio de Nathaniel Evans los transformó en amigos confiables de rostro bastante humano; los diseños fueron mejorando con el tiempo, hasta que incluso comenzaron a surgir organizaciones de fanáticos - o al menos, así las llamaba Nathaniel - que clamaban porque cesara el empeño de perfeccionar los androides y reclamaban que la humanidad fuera, en definitiva, un atributo exclusivamente humano.

La Historia alcanzaba un acuerdo bastante unánime a la hora de describir su vida, su obra y su ascenso a la altura de mito viviente, pero cuando de examinar su caída se trataba, comenzaban las divergencias: algunos lo achacaban a su misma biología, estropeada, según ellos, desde su concepción, y que degeneró hasta desembocar en la locura; otros culpaban a la deriva lógica de su exacerbada creatividad, y eran mayoría quienes, con gesto circunspecto y cara de circunstancias, aludía al disgusto de Nathaniel a raíz del escándalo del modelo Breeding-B3. Lo cierto es que las noticias oficiales informaron en su tiempo de una enfermedad repentina del genio y de su traslado urgente a un sanatorio; "olvidaron" convenientemente mencionar que se trataba de un sanatorio mental. Nathaniel Evans nunca volvió al Instituto de Ciencias Robóticas y cuando los pasmados ciudadanos se enteraron de su muerte - Nathaniel se había convertido en uno de esos personajes populares recubiertos con un halo de familiaridad tal que hace casi imposible plantearse la posibilidad de su muerte -, recibieron la noticia de un digno infarto. Nadie mencionó la institución psiquiátrica, y el genio emergió de su misteriosa desaparición para despedirse en un funeral multitudinario y ser elevado a la categoría de mito de forma inmediata.

Para entonces, aunque algunas de sus teorías e innovaciones hubieran sido desestimadas tras el escándalo de los Breeding-B3, los ingenios de Nathaniel Evans habían cambiado el mundo para siempre, tanto en la Tierra como en las colonias exteriores, donde la venta de androides se disparó. El equipo del Instituto de Ciencias Robóticas había diseñado androides de combate, androides de salvamento, androides de labores físicas - que eran programados para la agricultura, la industria o la minería, según las necesidades del comprador -, androides domésticos e incluso androides de amor, que Evans sacó al mercado a partir de un prototipo femenino creado para satisfacer sus propias necesidades y que habían revolucionado el mundo de la "prostitución" masculina (muchas mujeres debían encontrar menos embarazoso usar una máquina que a un ser humano, por muy real que pareciese el androide). 

Pero el robot que mejor acogida halló y más éxito tuvo fue, sin duda, el modelo Breeding, o robot de crianza, como se le llamó popularmente. Constituían una asombrosa combinación entre androide doméstico y maestro de infancia; podían ocuparse de la educación de los niños del hogar y, cuando estos hubieran crecido lo suficiente para criarse solos, seguir ocupándose de las faenas caseras. Y lo más importante: llevaban el particular sello de los modelos de Nathaniel Evans. La regla era clara: para que un androide adquiriese ese especial aspecto que lo aproximaba a un ser humano, no debía ser perfecto. Un ojo un poco más grande que otro, la comisura de un labio que se eleva antes que su gemela, un simpático e imprevisto hoyuelo, un remolino en el pelo... Él mismo supervisaba los detalles de la creación de cada fisonomía. Los androides de crianza, tanto femeninos como masculinos, presentaban un rictus de ternura en el rostro y un timbre de voz dulce, serena o reconfortante. A nivel interno, los cerebros breeding presentaban una potenciación de las áreas relacionadas con la protección, el juego, el apego y el afecto. La calidad y los precios populares de los breeding hicieron que causaran furor en el mercado, sobre todo entre las clases medias y altas: eran simpáticos, pacientes y adoraban a los niños, ¿qué más se les podía pedir? Nada, como no fuera que siguieran siendo siempre así. Ahí residía el fallo.

Nathaniel Evans nunca se conformó con diseñar bonitos y útiles androides con rostros casi humanos. Tenía sueños creativos, sueños en los que sus criaturas evolucionaban como individuos libres. Mientras en las calles las asociaciones pro-humanas, como dieron en llamarse, denostaban al androide y pedían una vuelta a los días en que tenían verdadera apariencia de máquina, la cabeza de Evans pululaba con ideas que sus detractores no hubieran dudado en calificar de aberrantes e inmorales. Había hallado la manera de dotar al androide de cierta capacidad de libertad, y la probó en sus joyas, los breeding, en concreto en el nuevo modelo Breeding-B3. Los B3 nacieron con cerebros digitales, como sus hermanos de otras utilidades, pero sus conexiones neuronales habían sido destrabadas y poseían un amplio margen de innovación en las combinaciones que generaban su pensamiento.

Nadie lo notó en un principio, y los B3 se vendieron con la misma facilidad, incluso más, que los anteriores modelos. Seguían siendo afectuosos, pacientes y buenos educadores, pero la alarma saltó cuando Betsy-B3, como la llamaban sus amos, los Carter-Brown, le comentó a su dueña que se hallaba muy triste desde que el joven Bruno, al que había criado desde pequeño, se había ido a la universidad, y que estaba pensado en la posibilidad de tener ella misma un  hijo, no biológicamente (sabía que eso era imposible), pero sí por adopción, y le pedía ayuda para enfrentarse a ese trámite, confiada en que una mujer que había sido madre comprendería a otra mujer. ¿Triste?, ¿pensar?, ¿adopción?, ¿mujer?... aquellas palabras escandalizaron a la señora Carter-Brown: se suponía que Betsy era un androide femenino, así que no se ponía triste, ni pensaba en cosas como ser madre o adoptar... y sobre todo, sabía que era una androide, y jamás aspiraría a ser una mujer, una mujer real. La señora Carter-Brown consultó con su esposo, un juez del Tribunal Supremo Colonial, y ambos, alarmados, decidieron solicitar al Insitituto de Ciencias Robóticas que desconectara a Betsy. La noticia se filtró a la prensa, y el caso de Betsy-B3 conmovió y escandalizó a la sociedad a partes iguales. Mientras que las asociaciones pro-humanas reclamaban que la razón las asistía y solicitaban la retirada de todos los androides de Evans, los defensores de los robots se situaban en el extremo opuesto y demandaban una ampliación de sus derechos, para que dejasen de ser "los esclavos del siglo XXV", como los denominaba Harold Said, el lider del movimiento Gran Humanidad

En el Instituto de Ciencias Robóticas, Nathaniel Evans se encontró acosado por el consejo de administración y desautorizado por parte de su equipo. Le reprochaban haber tomado la decisión de hacer cambios en el cerebro Breeding-B3 de forma unilateral, poniendo en peligro la concepción que el ciudadano común tenía del androide como máquina y dejando en una posición delicada al instituto. Lo que más le dolió a Evans fue, sin duda, la traición de Ralph Metzger, su más eminente discípulo. Metzger se posicionó en su contra, abogando por la destrucción de los B3 y ofreciéndose como voluntario ante el consejo para llevar a cabo la odiosa tarea. Nathaniel Evans se negó: él había supervisado la creación de cada uno de los B3, así que sería él quien los mirara a los ojos en su desconexión. El consejo de administración y el mismo Metzger aceptaron encantados, lavándose las manos. Evans sólo puso una condición: que no se impusiera la destrucción generalizada de los B3, sino que tal posibilidad se dejara a la libre decisión del cliente: él y sólo él debía decidir si quería desprenderse de su androide.

En contra de lo que Nathaniel Evans había eperado, la respuesta fue masiva: algo así como una corriente de pánico sacudió a la sociedad hasta sus cimientos, y el desfile de propietarios acompañados por sus B3 camino de la desconexión parecía interminable. El todavía director del Instituto de Ciencias Robóticas se ocupó de cada caso y lloró en silencio cada vez que la inexpresividad sustituía a la vida en los ojos de los androides, esos cuyo rostro él mismo había diseñado. Los recordaba a todos y cada uno de ellos, y por eso mismo carecía de respuesta al interrogante mudo que le planteaba cada par de ojos. Nathaniel Evans se fue vaciando de vida al mismo tiempo que los B3, y llenándose de odio, un odio inabarcable, más venenoso que las emanaciones radioactivas, contra aquella sociedad miedosa y absurda, que había pasado de amar e idolatrar a los androides de crianza a destruirlos por simple prevención... ¿prevención de qué?, se preguntaba amargamente Evans. Si había seleccionado a los breeding para hacer las pruebas de una voluntad libre era por su misma naturaleza tierna y cariñosa, ¿qué amenaza podían constituir?, ¿qué amenaza constituía Betsy-B3 deseando ser madre?, ¿acaso iba a ser peor que muchos padres, humanos pero totalmente desnaturalizados, que se deshacían sin remordimiento de sus hijos o los maltrataban sin piedad? Hubo incluso gente tan obtusa que condenó a la desconexión a sus androides de las series B1 o B2, modelos que carecían de la posibilidad de voluntad libre de los B3. 

En los últimos meses de aquellas desconexiones masivas, Nathaniel Evans actuaba como un autómata: recorría cabizbajo, con los ojos desorbitados, los pasillos del Instituto de Robótica, como un alma en pena, o más bien como alguien que hubiera perdido su alma y cuyo cuerpo, ausente de conciencia, continuase ejecutando las acostumbradas rutinas sin más ni más. Tal vez Nathaniel Evans se había transformado también en un robot, uno de los primeros, esos torpes cacharros metálicos de tareas domésticas de voz electrónica y desacompasada y maneras torponas. 

Para acabar de rematar el asunto, Ralph Metzger se hizo con el control de facto del consejo de administración del instituto, y con su olfato comercial realizó una propuesta definitiva: los decepcionados propietarios de B3 que habían enviado a sus androides a la desconexión merecían una compensación... ¿qué tal si lanzaban al mercado la serie Nova por un módico precio, rebaja incluida para quienes se hubieran visto forzados a destruir sus anteriores robots? El consejo de administración aceptó la propuesta y ésta revirtió en pingües beneficios para el instituto. El Nova tuvo aún más éxito que sus predecesores. La fórmula era sencilla: se trataba de androides con sistemas de conexiones neuronales trabados y rostros angulosos y perfectos que abandonaban la concepción de humanidad de los diseños de Nathaniel Evans. Tras el escándalo de los B3, la sociedad acogió el cambio con alivio: ya jamás nadie tendría que preguntarse si se hallaban ante un ser humano o un androide, y lo más importante, a un Nova jamás se le ocurriría la descabellada idea de intentar imitar a la inimitable raza humana. Incluso las organizaciones pro-humanas rebajaron un tanto la presión sobre la industria robótica y su principal dirigente, Ernest Palmer, felicitó a Metzger en uno de sus discursos por el cambio de política del instituto y "el retorno a la vía de la razón". 

Para Nathaniel Evans, por el contrario, la nueva serie de androides supuso la certificación del fracaso de su carrera y, en general, de toda su vida: tras luchar por humanizar al androide, por dotarlo de voluntad y libertad, la sociedad entera optaba por dar un paso atrás y se regocijaba de ello. Decepcionado y traicionado en sus convicciones más íntimas, perdió los nervios y la compostura en un consejo de administración: comenzó con un discurso emotivo y ofendido para derivar en reproches e insultos a todos los miembros del consejo y finalmente, en una más que notoria crisis de ansiedad. Lo ingresaron de forma preventiva, y él mismo solicitó que su estancia en el sanatorio se hiciera permanente: en su ausencia, Metzger había sido nombrado presidente provisional del instituto, y Evans consideró que ya no tenía ningún sentido interponerse en su meteórica carrera. Solicitó la compañía de Natasha, su androide particular, a cuyo nombre se negaba a añadir el identificativo de la clase y la serie, y se dejó morir junto a ella en el psiquiátrico.

Edith Bastida rememoró algunos detalles de la biografía del genio al ver su estatua. Sabía que el amor de Nathaniel Evans por su obra había trascendido a su muerte: en su testamento le había otorgado plena libertad a Natasha, que apareció misteriosamente desconectada tan sólo un año más tarde, víctima, según la versión oficial, de un grupo de fanáticos pro-humanos, aunque no faltó quien señalara a Metzger, en un último gesto de venganza contra el que había sido su maestro. 

Edith sabía también que ni todas las estatuas del mundo podrían compensar al revolucionario científico por la pérdida de sus obras: los diseños de Evans habían sido realizados con la idea de perdurar, pero la gente se había visto seducida por los relucientes Nova y las generaciones posteriores: los nuevos robots habían ido sustituyendo a los antiguos en todos los ámbitos, comenzando por los androides de amor (la clientela prefería el aspecto impersonal de los nuevos modelos) y siguiendo por los militares, los de rescate o los dedicados a las tareas más dispares. Se ponía como excusa, totalmente falsa, la mayor eficacia de las recientes generaciones, y se desecharon androides que podrían haber durado al menos el doble o el triple de tiempo estando bien cuidados: la gente se hartaba de ellos como se cansaba del color de su coche o de su modelo de móvil, aerodeslizador, videófono o generador de hologramas. La mayoría no les otorgaba más personalidad que a su lavadora o a su aparato de cine casero, y les resultaba fáci deshacerse de ellos. 

No hacía mucho que se había celebrado el centenario de la muerte de Nathaniel Evans, pero sus creaciones ya sólo eran piezas de museos, recuerdos en los libros de Historia y fórmulas endiabladamente retorcidas en los de Ciencias Robóticas y de la Computación. La misma Edith las había estudiado durante su carrera de Tecnomedicina hasta saberlas de memoria, no sólo por su trascendencia, sino para intentar darle una explicación a los pensamientos - evitaba referirse a ellos como sentimientos - que se arremolinaban en su mente; en aquel mismo momento las repasaba atropelladamente mientras aguardaba la llegada de un transportador. Un vehículo reluciente la detectó y se detuvo ante ella. Edith se arrellanó en sus cómodos asientos de color gris metálico y tecleó en la pantalla la dirección de su casa. El transportador estaba cerrado y deliciosamente climatizado, pero no bastaba para ponerla a salvo de sí misma; cerró los ojo y trató de no pensar. La mayoría de los diseños de Nathaniel Evans habían sido desconectados, eran historia, pero no todos... Edith sabía que al menos quedaba uno en activo, y era propiedad de la familia Bastida.




Continuará...

sábado, 8 de septiembre de 2012

UN DISEÑO DE NATHANIEL EVANS (I)

UN DISEÑO DE NATHANIEL EVANS (I)



- 1 -

Ciento cinco... Sin saber por qué, rebasar la cifra de la centena la llenó de un temor extraño, visceral, tal vez incluso atávico... Ciento cinco... las fotos que Edith había contado en aquella velada, ciento cinco fotos, todas con la misma sonrisa, con la misma pose de recién graduada satisfecha de la vida. Llamaba a aquella expresión su "cara de foto" porque tenía esa única finalidad: hacer que pudiera presumir de bonitas instantáneas, y las suyas, según la opinión general, eran envidiables. Edith en la fiesta de Paul, Edith en el enorme jardín de casa, Edith en su habitación, tomando un helado rodeada de amigas, en la terraza blanca de la casa de veraneo, en la playa, en cualquier lugar de la facultad de Estudios Tecnomédicos, ante la torre Eiffel, el Big Ben, el Coliseo o la Estatua de la Libertad. Todas mostraban a una Edith dichosa, imperturbablemente alegre.

El mundo entero quería una foto con ella en la fiesta de graduación: la chica más popular de clase, la más atractiva e inteligente. Estaba en posesión de un carisma que la hacía irresistible; mucha gente es inteligente y atractiva, muchos incluso se esfuerzan por resultar simpáticos, pero lograr el éxito social sin proponérselo, con cualquier gesto casual e inadvertido, es algo que no está al alcance de cualquiera. Cuando se trataba de Edith Bastida, la admiración y la envidia estaban separadas por una línea demasiada fina: nadie admitía la segunda, aunque estuviese carcomido por ella, puede que incluso ignorara que la sentía, y todos apelaban a la primera.

Ninguno de sus rendidos incondicionales podía saberlo, pero la devota admiración y la mordiente envidia, ambas por igual, acababan abrumando, arrastrando al objeto de ellas a un estado de agotamiento y hastío difícilmente soportable.

Por eso, entre otras cosas, Edith abandonó la fiesta. 

Le pidió a Paul que la acompañase a la parada más cercana de transportadores personalizados, pero su novio estaba demasiado borracho para oírla, de alcohol y de éxito. Paul era el alter ego masculino de Edith, o al menos ésa era la opinión generalizada: ambos eran de película, y por eso mismo parecían destinados a protagonizar el final feliz que todo el mundo esperaba ver en la pantalla y soñaban con reproducir en la vida real, aunque en el fondo supieran que sólo unos pocos privilegiados conseguían aquella simetría perfecta, aquella comunión casi extática con el Destino, y en la Facultad de Estudios Tecnomédicos, esos privilegiados ya tenían nombre, pero mientras que aquella noche el ego de Paul parecía tan insaciable como su apetencia por el alcohol, el de Edith se hallaba irremediablemente desbordado.

No se despidió de nadie, ni siquiera de Nadia Paulov, su mejor amiga, que parecía estar muy entretenida con los labios y el cuerpo bien contorneado de Alex Gautier, el segundo capitán del equipo de fútbol de la universidad. Paul era el primero.

Mientras se abría paso entre la multitud, tuvo que mentir en varias ocasiones para evitar que el número de fotografías aumentase aún más: "Voy un momento al tocador, ahora vuelvo", aseguraba con una desenvoltura que comenzaba a fallarle por momentos, y todo el mundo aceptaba con una sonrisa, porque cada uno de ellos aspiraba a colgar en su perfil de RedGlobal la mejor foto de Edith Bastida, y les parecía encantador que la chica tuviese a delicadeza de retocarse para proporcionársela.

El aire cargado de calor y humedad del exterior no calmó su inquietud, y la odiosa pista de gravilla, que parecía hecha a propósito para causar esguinces entre las mujeres con tacones, empeoró aún más su humor. Se recogió la cola de su vestido de seda rutilante de color vino que en una ocasión, muy lejana en el tiempo, le había parecido deliciosa, y que había tenido que apartar mil veces durante la noche para no tropezarse a cada paso o caerse de bruces. Había escogido los demás detalles de su vestido con esmero, más de tres meses antes, desechando seguir la moda de enfundarse en un traje de fibras plásticas en colores estridentes que combinaban el fucsia con el verde fosforescente y el amarillo o el naranja con el negro. En lugar de plástico o cuero, había preferido la seda (bien es verdad que seda rutilante, tratada y mejorada para deslumbrar) y en vez de aquellos colores chillones que molestaban a la vista y el buen gusto, un sobrio y elegante color vino. Después de aquel día, sin duda se convertiría en el color de moda entre muchas jóvenes universitarias, que lo demandarían con furiosa ansiedad a sus modistos, mientras se preguntaban por qué diantres no se les había ocurrido a ellas lucir aquel tono en la fiesta de graduación. De todos modos, habría resultado inútil: la virtud no estaba en el color, estaba en Edith Bastida.

- ¿Desea la señorita que solicite un transportador para ella?
La aparición de uno de los mayordomos, su figura desgarbada y su imponente voz grave sobresaltaron a Edith.
- No... - balbució - no, muchas gracias. Prefiero caminar hasta la parada.
- Como desee - accedió el hombre con una ligera reverencia. 
Al observarlo más de cerca, Edith comprobó que no parecía mucho mucho mayor que ella, pero su pelo ya había comenzado a encanecer. Presentaba una postura abatida, como si acumulara demasiados años o demasiado cansancio; si todavía no usaba ninguna prótesis orgánica le faltaría muy poco. Ése era, después de todo, el destino de todo aquel cuyos padres no ganaban lo suficiente para pagar una selección genética adecuada: convertirse en un cyborg. Así había sido tras la Guerra Trans-Continental, cuando una enorme nube de cenizas radioactivas había envuelto la Tierra durante más de cinco años. La nube desapareció, pero sus efectos persistieron, y persistirían durante generaciones enteras. Muchos emigraron a las colonias exteriores, pero tal vez porque el planeta se quedó un tanto aligerado de peso, otros debieron pensar que no estaba del todo mal aquello de formar su propio reino privado sin demasiada competencia. La mayoría no pudo elegir.

Edith pertenecía a la élite: los pocos que eran preparados mediante una cuidada ingeniería genética para sobrevivir en aquel entorno envenenado, los que llegaban a la universidad, vivían en mansiones patrulladas por androides y se preparaban para trabajar en cualquier lugar de las colonias, tal vez muy lejos de la Tierra y de su atmósfera viciada a base de radioactividad y estupidez humana. Edith se había preguntado en numerosas ocasiones si ella también acabaría emigrando, pero le parecía poco probable: todo era mucho más fácil si podías disfrutar de un día de playa, una acampada o un paseo por el monte sin temor a que la polución radioactiva te afectase, y ella amaba el brillo del sol y color del cielo, que resistía impenitetemente azul pese a las miles de embestidas sufridas. Aquellos que no recibían el tratamiento genético adecuado y no podían escapar a las colonias, rezaban para poder pagar los recambios cibernéticos a sus maltrechos órganos, como le ocurría a aquel mayordomo.

La pista de gravilla terminó, pero el suelo liso en el que traqueteaban sus tacones no trajo la paz a Edith. Tal vez por el hecho de no tener que preocuparse tanto de que sus tobillos se torciesen con algún traicionero paso, su mente dejó abiertas varias vías secundarias para que el pensamiento que ocultaba en lo más profundo de sí misma, aparentemente aletargado, la tomase por sorpresa.

Puede que también ayudara la estatua del viejo Nathaniel Evans, presidiendo el campus universitario y recortándose contra el cielo nocturno. Sí, definitivamente, todo aquello era culpa de Nathaniel Evans.

(Continuará...)

jueves, 21 de junio de 2012

EL GRITO


¿No os habéis preguntado alguna vez por la historia que ocultaba un determinado cuadro, por la historia que había detrás de esas imágenes? ¿Qué ocurría en la cabeza del artista para pintar precisamente lo que pintó? En las obras de carácter mitológico o religioso, esa duda es mínima: el pintor quiso representar a la Virgen o a Ícaro en el momento de precipitarse al vacío, fin de la historia. Sobre él pueden actuar múltiples factores que lo lleven a pintar precisamente eso, y no cualquier otra cosa, pero la temática está bastante clara.

Sin embargo, en los cuadros conntemporáneos no sucede eso, y muchos parecen ocultar toda una historia tras de sí, y su contemplación abre de par en par las puertas a la imaginación.

Creo que la primera vez que yo me hice las preguntas que he formulado al principio, aunque tal vez fuera de manera inconsciente, fue al contemplar "El grito" de Munch en el libro de Ciencias Sociales de 8º de E.G.B. Aquel cuadro me pareció horrible, pero también irresistiblemente magnético. Busqué en el pie de foto, y en el texto que lo acompañaba, y todo lo que se me decía allí era que pertenecía al movimiento expresionita, caracterizado por plasmar la angustia de los individuos ante la soledad y una sociedad deshumanizada. La explicación es correcta, convincente y adecuada, pero desde entonces, había fantaseado alguna que otra vez con la historia que se ocultaba detrás de ese cuadro, aun cuando posteriormente me enterara incluso de quién era cada personaje (el que grita es el mismo Munch y los que se alejan, dos amigos que parecen indiferentes ante la angustia del artista). Pero es que un cuadro como éste da para varias historias... De ahí surgió la idea de inventar algunas historias sobre mis cuadros favoritos. Os dejo aquí la de "El grito" que escribí el pasado verano. Por si no os gustan las temáticas tan lúgubres, próximamente colgaré la de otro cuadro mucho más positivo.




EL GRITO

Puede que sí, doctora, puede que sí. Lo admito. Tal vez tengan razón las gentes que me han rodeado en el puente, preguntándome con compasión, extrañeza y horror qué me pasaba; puede que el más cuerdo de ellos haya sido el que les ha llamado a ustedes, presuponiendo que estoy loco, arrogándose el papel de improvisado psiquiatra. Sí, tal vez esté loco.
Pero también puede ser que los locos sean ellos, que seamos todos. ¿Sabe una cosa, doctora? La sociedad está aquejada de angustia, pero nunca la expone, nunca la grita. Yo lo he visto, lo veo, a diario: gentes que van a encerrarse en cubículos a los que llaman oficinas, las caras grises, el paso apresurado de los que no saben por qué van a donde van, y por eso aceleran, porque tal vez, si logran llegar antes de que la duda se abra paso en su cerebro, estarán a salvo de sí mismos. La sociedad duda, doctora, pero no admite que duda.
¿Cree usted que este sitio está lleno? Yo diría que todo lo contrario, que más de la mitad de los fantasmas con los que me cruzo cada mañana deberían estar aquí, junto a esquizofrénicos, catatónicos, psicóticos, delirantes, paranoicos y el resto de dementes que circulan por estos pasillos o sufren aislamiento tras las rejas de alguna de sus acogedoras celdas. ¿También hay una celda para mí, doctora? ¿Una de ésas pintadas de blanco impecable, blanco nuclear, como el del mejor detergente, especialmente diseñada para neutralizar las ideas? Colóqueme en una situada junto a la de un demente que grite mucho, que grite tanto y tan fuerte que sus alaridos logren traspasar la insonorización a que someten sus instalaciones. Quiero escuchar gritos, sí, doctora. Así yo también podré gritar, y ambos formaremos un simpático coro de berridos. También usted debería gritar, todos y cada uno de los seres humanos a los que llamamos cuerdos deberían hacerlo, deberían liberar el tormento de la angustia que diariamente viven en un único y desesperado grito que desplazara el eje de rotación del planeta… ¿puede el sonido hacer eso? ¿Qué opina usted, doctora?
¿Sabe que algunos días nadie me habla? Absolutamente nadie. Son días muy curiosos, no crea… En esos días, sólo el despertador parece darse cuenta de que existo y monótonamente me recuerda mis obligaciones. Me levanto, y miro por la ventana, y fuera el mundo es siempre igual, siempre gris, aunque brille un sol espléndido: el gris del asfalto, el gris de los edificios… Los que están frente a mi piso son tan altos que me impiden ver el azul del cielo o las nubes, tengo que esperar a salir de casa para enterarme de la meteorología. Maldito sea el infame que estableció que los edificios tenían que ser grises; en el gris no hay seriedad, hay tristeza.
Le ahorraré las rutinas cotidianas, no hay nada significativo en ellas: todos los desayunos son iguales, al menos los míos lo son, aunque algunos anuncios se empeñen en asegurarme que con sus productos se convertirán en momentos felices. Créame, tomar un café y una tostada requemada escuchando tragedias en el telediario nunca es memorable.
También yo trabajo en una oficina. Cuando pienso en ello tengo que reírme. Mis padres me aseguraban que debía estudiar una carrera con futuro para llegar a ser alguien, y ahora no soy más que el tarado que perdió la cabeza en el puente… De la carrera que estudié odio hasta el título que tengo colgado en la pared, con sus letras elegantes y las orlas y cenefas de rigor, recargadas y absurdas; pensé que era un billete para la libertad y no ha sido más que una sentencia a cadena perpetua. Ya sé que nunca se es viejo para comenzar de nuevo, o al menos eso dicen, pero a mí me anestesiaron las ganas y el alma hace tiempo, ahora no sé ni quién soy, tal vez por eso he armado tanto jaleo en el puente.
Volviendo a lo que le decía de la incomunicación, eso de que hay días en los que nadie me habla… ¿sabe que hoy ni siquiera la cajera del supermercado me ha hablado? Bueno, sí, me ha comunicado el importe de mi compra, pero no hablaba conmigo, porque mantenía la vista baja y el gesto ausente, como esos catatónicos que he visto de refilón mirando sin ver nada por las ventanas de este lugar.
Tampoco en la oficina nadie me ha dirigido la palabra, no gozo allí de muchos amigos, y Pérez, tal vez el único que se acerca remotamente a esa definición, no ha venido hoy: tenía que llevar a su madre al médico. Tampoco fumo, así que no dispongo de ningún ratito en la puerta del edificio echando humo y charlando con los compañeros de temas intrascendentes. Por todo eso, lo único que he hecho ha sido dirigirme a mi puesto de trabajo, un cubículo aislado, con el ordenador como único acceso al mundo de afuera, y allí me he encontrado con los expedientes que debía gestionar hoy cuidadosamente ordenados encima de mi mesa. Esta Paqui… siempre tan diligente, tan ordenada, tan silenciosa y arisca…
Le ahorraré el relato de mi silenciosa comida, y la silenciosa tarde, también en la oficina. He acabado al fin con los expedientes y me he marchado. Nadie me esperaba en casa, ni tampoco tenía ningún mensaje en el móvil ni el contestador: ningún amigo al que le apeteciera una cerveza, ninguna noticia de mi novia. Sí, aún somos novios, aunque ella me haya dicho que quiere tomarse un tiempo para pensar... ¿en qué? No sé, imagino que si en aún le quedan ganas de seguir hablando conmigo o me propina un silencio definitivo en los oídos y en el alma.
En casa había tanto silencio que he decidido salir un poco, por eso me he dirigido al puente. Ha querido la mala suerte que llegase justo en el crepúsculo, un crepúsculo de nubes rojas y retorcidas. No estaba solo, mucha gente circulaba en una y otra dirección, mucha gente paseaba, pero nadie me hablaba, ni siquiera he sentido ninguna mirada, ningunos ojos piadosos sobre mi persona. Todos charlaban entre sí, animados, y yo no he podido entender qué les podía motivar.
Sólo veía ante mí el cielo rojo, infernal; el puente gris con barandas estridentemente naranjas; las aguas oscuras y onduladas a nuestros pies... y la gente, pasando como un desfile de hormigas, como en una de esas películas mudas, antiguas, donde los fotogramas se mueven a una velocidad irreal y delirante… Y de pronto, todos esos elementos se han unido para crear un silencio opresor en mi cabeza… como si el tiempo se hubiese parado un momento y ese instante de cielos sangrientos y aguas negras fuese a hacerse eterno… Silencio, más silencio… ¿Acaso existo? Ésa ha sido mi duda en ese instante torturado de supremo silencio… ¿Cómo no iba a tratar de ponerle fin? ¡He tenido que romperlo, doctora! ¡He tenido que gritar! ¡Justo, justo como estoy gritando ahora! Un grito para ahuyentar el silencio de la tarde, la indiferencia del mundo, el gris de mi vida monótona y hueca en la que no soy nada para nadie, para asegurarme, en ese momento de duda, de que existo, ¡sí, existo! Existo porque grito, porque soy capaz de convocar a la gente tan sólo con ese alarido de loco histérico, porque al fin soy alguien, o algo, para esa multitud, aunque sólo sea una lamentable anécdota que contar en casa, aunque sólo sea el loco que gritó en el puente.

miércoles, 13 de junio de 2012

EL ESPÍRITU DE LA TRAGEDIA


El Espíritu de la Tragedia abandona el cine: lo han espantado unas risas en la octava fila, y un beso furtivo en la décima. Se promete a sí mismo no volver a entrar en otra sesión para adolescentes, aún conservan demasiadas esperanzas.
La calle es un hervidero de malas fortunas bajo el sol implacable de las seis de la tarde: una mujer extiende sus manos arrugadas y vacías a la caridad ajena, tan escasa en estos tiempos; un inmigrante pasea cabizbajo recordando un pueblecito perdido allá en África, donde se esfumó su infancia soñando con una Europa que resultó ser demasiado fría. Mira a la joven rubia que parece observar los escaparates atestados de rebajas, mientras lucha por ocultar sus ojos anegados de pena a los transeúntes, esos desconocidos que, seguro, son mucho más felices que ella.
El Espíritu de la Tragedia se regocija, trágicamente, como sólo él sabe hacerlo, con una lágrima honda y oscura surcando su mejilla que jamás ha recibido un beso, con una sonrisa amarga que no es más que una mueca.
Tiene hambre y se dirige al hospital, un lugar propicio para saciar su alma oscura y agorera, y se toma el postre en el cementerio, en el entierro de alguien que era demasiado joven para morir.  
Luego visita a un poeta que compone versos tristes frente a su ventana, el desvencijado marco para el cuadro gris del edificio de enfrente; le gusta ese joven, uno de los pocos que lo recibe con los brazos abiertos, aunque piense que es su musa, y no él, quien lo ilumina de negruras. También toca a la puerta de una mujer enamorada, que abre ansiosa esperando al cartero y sólo encuentra ante sí la calle vociferante de tráfico y el buzón vacío. Sopla ligeramente en el oído de ese anciano que hoy, sin saber por qué, siente que toda su vida ha sido una equivocación, y toca el hombro del hombre que vuelve del INEM, otra vez con las manos vacías. Entra brevemente en un portal, donde deja llorando desconsolada a una señora que cargaba con dos bolsas de la compra; ahora yace sentada en un escalón, derrumbada, recordando a aquel hijo suyo que ya nunca la visita.
Llamamos su atención, sin querer, cuando pasa frente al banco del parque donde nos hemos sentado. Lo sabe todo de ti, y de mí, de la distancia que nos separa y los rencores que, sin querer, van tiñendo nuestras almas. De pronto parecemos olvidar los paseos cerca del mar, las risas compartidas ante una taza de café o los besos inacabables en este mismo banco del parque. El futuro ya no es sólo brumoso, sino oscuro y desalentador, un salto insalvable, un puente derribado sobre un abismal barranco.
Nos salva una dulce ráfaga del viento del sur, que me trae tu olor, tan familiar, el olor de mi hogar. Te miro y me miras, y nos miramos, y al besarnos notamos un batir de alas negras que se alejan: es el Espíritu de la Tragedia, al que hemos logrado ahuyentar, al menos de momento.