sábado, 22 de septiembre de 2012

UN DISEÑO DE NATHANIEL EVANS (III)


 

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Mist Bastida, el bisabuelo de Edith, había sido un hombre atípico. Dotado de la mejor ingeniería genética del momento, despreciaba en cambio todos aquellos avances que se derivaban de su pertenencia a la élite terrícola. Su hermano menor había gozado de las mismas ventajas que él, pero había muerto con sólo siete años atropellado por un aerodeslizador. Mist adoraba a aquel niño de ojos azules, cabellos rubios de ángel y sonrisa encantadora, y llegó a la amarga conclusión de que ni toda la ingeniería genética del mundo era capaz de burlar a la muerte. Se volvió un adolescente desencantado, sarcástico, difícil de tratar y más aún de entender. Cumplía con responsabilidad marcial en sus estudios y, tal como mandaba la tradición de los Bastida, se matriculó en la Facultad de Medicina, que por aquel entonces aún no había cambiado su nombre por el de Facultad de Estudios Tecnomédicos, aunque basara la mayor parte de sus prácticas en tecnología robótica. Mist aprendió a realizar selecciones genéticas y a crear cyborgs, pero su personalidad parecía presa de un profundo desencanto. 

Nadie pudo ver nunca a Mist divirtiéndose en los bares de la facultad, alternando con sus compañeros de estudios, genéticamente tan perfectos como él, ni yendo de ligue a las fiestas que organizaban a menudo las chicas de la residencia de enfermeras. En vez de eso, prefería los mugrientos bares de la periferia, donde se mezclaba con cyborgs, deformes y mutantes, los verdaderos hijos de la Guerra Trans-Continental. Trataba de confundirse con ellos, resguardándose tras el tupido velo del humo de decenas de cigarrillos. Allí nadie tenía en cuenta que hablaba, reía, fumaba o jugaba al póker con Mist Bastida; allí era uno más, a pesar de la perfección de su código genético, y aprendió a apreciar la decadente belleza de los bajos fondos: unos ojos azules e hipnóticos en un rostro demacrado, una sonrisa mellada pero cálida, unas manos arrugadas cuya propietaria de veinte años conservaba intacta la coquetería de pintarse las uñas y, sobre todo, las almas sin dobleces, expertas en supervivencia, generosas a carta cabal, valientes o resignadas... Mist se refugió en aquellos tugurios de la artificialidad que infestaba su mundo perfecto, y fue allí donde conoció a Agatha Lefebvre y se enamoró de ella.

Fue en el Secret Underworld donde la vio por primera vez, de pie junto al desvencijado piano que tocaba Amir Silvetti, el músico más reputado de la periferia, apoyándose con indolencia y simulando fumar uno de esos largos y antiguos pitillos mientras cantaba una vieja canción de cabaret. En cuanto sus ojos se posaron sobre su esbelta figura enfundada en un largo vestido negro, no pudo evitar que se colara en su mente uno de aquellos pensamientos elitistas que había mamado en su educación: Mist se dijo que esa mujer era demasiada mujer para un lugar así. Lo rechazó sintiéndose culpable, pero fue un sentimiento mínimo: su conciencia y sus prejuicios se relajaron notablemente ante la visión de Agatha. Cantaba con voz áspera, acariciando cada frase con una rara mezcla de ligereza y dramatismo, exhibiendo una media sonrisa amarga y dejando prendida su mirada con sensualidad en cada uno de quienes la escuchaban. Cuando miró a Mist Bastida, el joven médico supo que se hallaba completamente preso en las redes del amor. 

Buscó a Agatha cuando acabó su actuación y la invitó a tomar lo que quisiera: ella aceptó encantada, pero Mist detectó la reserva que todos los pobladores de aquel mundo imperfecto y castigado mostraban a la vista de un genos, como llamaban a los de genética selecta. Con una simpatía que ni él mismo sospechaba poseer, Mist logró que Agatha se relajara, y ambos pasaron más de tres horas conversando y riendo distendidamente. Durante la charla, con su bien entrenado ojo clínico, se percató de todos los defectos físicos de la chica: la radiación había respetado su piel y sus dientes, pero la exuberante melena cobriza era una peluca, y algunas cicatrices pálidas que asomaban en su espalda descubierta, sus brazos, su cuello y su generoso escote le hablaban de implantes cibernéticos. Nada de eso espantó a Mist, ni siquiera el comentario de Owen, el propietario del bar, cuando al día siguiente le preguntó por ella: "Ah, sí, Agatha... la chica es guapa y canta como los ángeles, pero la pobre será pronto un robot si sigue colocándose implantes. Así es la vida, ¿no? Ya tiene el corazón y los riñones de chatarra, y varias venas, de las principales, así al menos se va sosteniendo; si no, ya estaría muerta. Tiene una suerte malísima: por fuera parece una muñequita de porcelana, pero por dentro está podrida".

Mist Bastida aplicó su proverbial rebeldía a su relación con Agatha, y le fue muy bien. Su selecto mundo y su elitista familia ya lo habían dado por perdido hacía mucho tiempo, y no se alarmaron en exceso cuando apareció del brazo con una cyborg de los bajos fondos. "Al menos es bonita, podrá disimular durante algún tiempo de qué está hecha en realidad", opinó su madre, y el señor Bastida se limitó a dirigirle una mirada evaluadora a la novia de su hijo y preguntarle el modelo de sus implantes. Con la misma Agatha fue más difícil: la joven apenas esperaba de la vida otra cosa que no fuera cantar y ganar lo necesario para seguir sustituyendo su estropeada anatomía; verse de pronto rondada por un joven y próspero genos, el cachorro de una familia escandalosamente rica, le ocasionó muchas dudas, y su inseguridad fue el detonante de las discusiones más importantes del principio de su noviazgo. Finalmente se dijo a sí misma que quizás lo merecía, y ése fue el final de sus angustias. Mist, por su parte, adoraba su ingenua alegría y admiraba su valor y el arte con que cantaba las viejas canciones de cabaret. Se casaron al año y medio de conocerse.

Mist Bastida nunca se mostró interesado en tener hijos, y mucho menos cuando comprobó la precaria salud de Agatha. Le bastaba con su compañía, y al contrario que todos sus ancestros del clan Bastida, no aspiraba a que su vástago lo sustituyera en el Hospital General Genético Boris Christensen ni al frente de su cátedra de la Facultad de Medicina, como él había hecho con su padre. Aunque sabía jugar sus cartas en aquella sociedad despiadada, no la admiraba en absoluto, y no pretendía condenar a nadie más a seguir jugando. Sin embargo, el ser humano es por naturaleza ambicioso y, tras salir de su precaria vida sin perspectivas en los bajos fondos, Agatha se empeñó en ser madre. Mist se las arregló para posponerlo, pero tras diez años de matrimonio, las excusas se le acabaron: había sometido a su mujer a un carísimo tratamiento de regeneración y ella se encontraba pletórica, bellísima y con más salud que nunca; el de la maternidad era el único sueño que le quedaba por cumplir. Mist accedió a regañadientes y con un oscuro temor rondándole el ánimo, pero en el fondo sabía que aquello acabaría sucediendo: nunca había sido capaz de negarle nada a Agatha. 

El embarazo resultó funesto, tal como Mist temía; alteró el precario equilibrio del organismo de Agatha, pero ésta logró llevarlo a buen término, y aunque su hijo, Timothy, nació por cesárea, dejándola exhausta, en cuanto se hubo recuperado un poco, se consagró a su crianza. En aquellos momentos estaban en boga los Breeding-B2, y se comenzaba a hablar de una nueva serie de androides de crianza que iba a revolucionar el mercado, pero Agatha se negó tajantemente a que su hijo fuese criado por una máquina, y Mist la apoyó. Fueron cinco años de felicidad familiar en los que, paradójicamente, la salud de Agatha se fue deteriorando a marchas forzadas sin que Mist y toda su ciencia pudieran hacer nada por evitarlo. Murió poco antes del sexto cumpleaños de Timothy. 

Mist Bastida se encontró perdido: no se trataba de alimentar a su hijo, de acostarlo a sus horas o llevarlo al colegio... se trataba de algo mucho más profundo: entenderlo, enfrentarse a sus dudas y sus miedos, afrontar la muerte de Agatha por partida doble, conducirlo a través de una infancia que iba a ser irremediablemente dolorosa... Un compañero fue el primero en hablarle de la posibilidad de adquirir un breeding.

- Necesitas una sustituta para Agatha, como en los antiguos cuentos infantiles... seguro que los recuerdas: Blancanieves, Cenicienta, todo ese tinglado... La madre moría y el padre se buscaba una sustituta para criar a su hija, así lo decían en el cuento.
- Sí, yo también lo recuerdo, y creo poder asegurar que el experimento era bastante desastroso, ¿no eran malvadas todas las madrastras de los cuentos? ¿Quieres que me busque una novia que cuide de Timothy? - le contestó Mist amargamente.
- No, claro que no. No estoy hablando de una novia, sino de un androide, uno de esos breeding. Están muy de moda...
- No quiero que a mi hijo lo críe una máquina.
- No parecen máquinas, ya se encarga de eso el genio de Nathaniel Evans. Te cruzas todos los días con ellos por la calle y ni siquiera sabrías reconocerlos a no ser que les mirases el sello que llevan en la nuca. Además, ese nuevo modelo, el B3, está causando furor. Prueba al menos a verlos...

Aunque Mist sentía que traicionaba la memoria de Agatha planteándose la compra de un robot de crianza, se sentía tan desbordado que fue a echarle un vistazo. El comercial del Instituto de Ciencias Robóticas hizo formar en filas a los androides de la serie B3 que tenía en stock y mientras el señor Bastida se paseaba entre ellos mirándoles el rostro, fue recitando de memoria todas las virtudes de los breeding, desgranando un sinfín de datos técnicos que hubieran abrumado a cualquier profano, pero que a Mist le resultaban familiares debido a su trabajo. Él, por su parte, apenas le prestaba atención: buscaba entre los androides, masculinos y femeninos, uno cuya expresión le resultase confiable y con la suficiente personalidad para hacerse cargo de la crianza de un Bastida. Sin embargo, todos le parecían pusilánimes, meras máquinas con rostros pretendidamente tiernos que lo único que lograban provocarle era desprecio y lástima. Cuando se disponía a volver a casa con la excusa de meditar su adquisición con tranquilidad, lo vio, o tal vez sería más exacto decir que fue al revés: el androide lo miró a él. Se trataba de un ejemplar no demasiado alto, de cabello rubio oscuro, casi castaño, peinado en un estilo desenfadado. Bajó la cabeza inmediatamente cuando se percató de que Mist se acercaba a él.

- ¿Cómo te llamas? - preguntó Mist cuando estuvo a su lado.
- No tienen nombre, señor Bastida, es el propietario quien debe proporcionárselo - aclaró el comercial.
- Mírame - ordenó Mist en un tono que pretendía sonar autoritario, pero que resultó más dulce de lo previsto.
El B3 obedeció y clavó en él un par de ojos color azul oscuro que estremecieron el recuerdo y el alma de Mist Bastida. Eran los mismos ojos de su hermano. El androide sonrió tímidamente, y aquel gesto resultó definitivo, porque también sonreía de la misma manera que el pequeño muerto tantos años atrás. 
Mist palideció intensamente, pero cuando logró recuperar la compostura, fue para dirigirse al comercial y anunciar lacónicamente:
- Apunte a este androide con el nombre de "Keyren-B3" y mándemelo a casa.



Continuará...

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