El Espíritu de la Tragedia abandona
el cine: lo han espantado unas risas en la octava fila, y un beso furtivo en la
décima. Se promete a sí mismo no volver a entrar en otra sesión para
adolescentes, aún conservan demasiadas esperanzas.
La calle es un hervidero de malas
fortunas bajo el sol implacable de las seis de la tarde: una mujer extiende sus
manos arrugadas y vacías a la caridad ajena, tan escasa en estos tiempos; un
inmigrante pasea cabizbajo recordando un pueblecito perdido allá en África,
donde se esfumó su infancia soñando con una Europa que resultó ser demasiado
fría. Mira a la joven rubia que parece observar los escaparates atestados de
rebajas, mientras lucha por ocultar sus ojos anegados de pena a los
transeúntes, esos desconocidos que, seguro, son mucho más felices que ella.
El Espíritu de la Tragedia se
regocija, trágicamente, como sólo él sabe hacerlo, con una lágrima honda y
oscura surcando su mejilla que jamás ha recibido un beso, con una sonrisa
amarga que no es más que una mueca.
Tiene hambre y se dirige al
hospital, un lugar propicio para saciar su alma oscura y agorera, y se toma el
postre en el cementerio, en el entierro de alguien que era demasiado joven para
morir.
Luego visita a un poeta que compone
versos tristes frente a su ventana, el desvencijado marco para el cuadro gris
del edificio de enfrente; le gusta ese joven, uno de los pocos que lo recibe
con los brazos abiertos, aunque piense que es su musa, y no él, quien lo
ilumina de negruras. También toca a la puerta de una mujer enamorada, que abre
ansiosa esperando al cartero y sólo encuentra ante sí la calle vociferante de
tráfico y el buzón vacío. Sopla ligeramente en el oído de ese anciano que hoy,
sin saber por qué, siente que toda su vida ha sido una equivocación, y toca el
hombro del hombre que vuelve del INEM, otra vez con las manos vacías. Entra brevemente
en un portal, donde deja llorando desconsolada a una señora que cargaba con dos
bolsas de la compra; ahora yace sentada en un escalón, derrumbada, recordando a
aquel hijo suyo que ya nunca la visita.
Llamamos su atención, sin querer,
cuando pasa frente al banco del parque donde nos hemos sentado. Lo sabe todo de
ti, y de mí, de la distancia que nos separa y los rencores que, sin querer, van
tiñendo nuestras almas. De pronto parecemos olvidar los paseos cerca del mar,
las risas compartidas ante una taza de café o los besos inacabables en este
mismo banco del parque. El futuro ya no es sólo brumoso, sino oscuro y
desalentador, un salto insalvable, un puente derribado sobre un abismal
barranco.
Nos salva una dulce ráfaga del
viento del sur, que me trae tu olor, tan familiar, el olor de mi hogar. Te miro
y me miras, y nos miramos, y al besarnos notamos un batir de alas negras que se
alejan: es el Espíritu de la Tragedia, al que hemos logrado ahuyentar, al menos
de momento.
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