sábado, 8 de septiembre de 2012

UN DISEÑO DE NATHANIEL EVANS (I)

UN DISEÑO DE NATHANIEL EVANS (I)



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Ciento cinco... Sin saber por qué, rebasar la cifra de la centena la llenó de un temor extraño, visceral, tal vez incluso atávico... Ciento cinco... las fotos que Edith había contado en aquella velada, ciento cinco fotos, todas con la misma sonrisa, con la misma pose de recién graduada satisfecha de la vida. Llamaba a aquella expresión su "cara de foto" porque tenía esa única finalidad: hacer que pudiera presumir de bonitas instantáneas, y las suyas, según la opinión general, eran envidiables. Edith en la fiesta de Paul, Edith en el enorme jardín de casa, Edith en su habitación, tomando un helado rodeada de amigas, en la terraza blanca de la casa de veraneo, en la playa, en cualquier lugar de la facultad de Estudios Tecnomédicos, ante la torre Eiffel, el Big Ben, el Coliseo o la Estatua de la Libertad. Todas mostraban a una Edith dichosa, imperturbablemente alegre.

El mundo entero quería una foto con ella en la fiesta de graduación: la chica más popular de clase, la más atractiva e inteligente. Estaba en posesión de un carisma que la hacía irresistible; mucha gente es inteligente y atractiva, muchos incluso se esfuerzan por resultar simpáticos, pero lograr el éxito social sin proponérselo, con cualquier gesto casual e inadvertido, es algo que no está al alcance de cualquiera. Cuando se trataba de Edith Bastida, la admiración y la envidia estaban separadas por una línea demasiada fina: nadie admitía la segunda, aunque estuviese carcomido por ella, puede que incluso ignorara que la sentía, y todos apelaban a la primera.

Ninguno de sus rendidos incondicionales podía saberlo, pero la devota admiración y la mordiente envidia, ambas por igual, acababan abrumando, arrastrando al objeto de ellas a un estado de agotamiento y hastío difícilmente soportable.

Por eso, entre otras cosas, Edith abandonó la fiesta. 

Le pidió a Paul que la acompañase a la parada más cercana de transportadores personalizados, pero su novio estaba demasiado borracho para oírla, de alcohol y de éxito. Paul era el alter ego masculino de Edith, o al menos ésa era la opinión generalizada: ambos eran de película, y por eso mismo parecían destinados a protagonizar el final feliz que todo el mundo esperaba ver en la pantalla y soñaban con reproducir en la vida real, aunque en el fondo supieran que sólo unos pocos privilegiados conseguían aquella simetría perfecta, aquella comunión casi extática con el Destino, y en la Facultad de Estudios Tecnomédicos, esos privilegiados ya tenían nombre, pero mientras que aquella noche el ego de Paul parecía tan insaciable como su apetencia por el alcohol, el de Edith se hallaba irremediablemente desbordado.

No se despidió de nadie, ni siquiera de Nadia Paulov, su mejor amiga, que parecía estar muy entretenida con los labios y el cuerpo bien contorneado de Alex Gautier, el segundo capitán del equipo de fútbol de la universidad. Paul era el primero.

Mientras se abría paso entre la multitud, tuvo que mentir en varias ocasiones para evitar que el número de fotografías aumentase aún más: "Voy un momento al tocador, ahora vuelvo", aseguraba con una desenvoltura que comenzaba a fallarle por momentos, y todo el mundo aceptaba con una sonrisa, porque cada uno de ellos aspiraba a colgar en su perfil de RedGlobal la mejor foto de Edith Bastida, y les parecía encantador que la chica tuviese a delicadeza de retocarse para proporcionársela.

El aire cargado de calor y humedad del exterior no calmó su inquietud, y la odiosa pista de gravilla, que parecía hecha a propósito para causar esguinces entre las mujeres con tacones, empeoró aún más su humor. Se recogió la cola de su vestido de seda rutilante de color vino que en una ocasión, muy lejana en el tiempo, le había parecido deliciosa, y que había tenido que apartar mil veces durante la noche para no tropezarse a cada paso o caerse de bruces. Había escogido los demás detalles de su vestido con esmero, más de tres meses antes, desechando seguir la moda de enfundarse en un traje de fibras plásticas en colores estridentes que combinaban el fucsia con el verde fosforescente y el amarillo o el naranja con el negro. En lugar de plástico o cuero, había preferido la seda (bien es verdad que seda rutilante, tratada y mejorada para deslumbrar) y en vez de aquellos colores chillones que molestaban a la vista y el buen gusto, un sobrio y elegante color vino. Después de aquel día, sin duda se convertiría en el color de moda entre muchas jóvenes universitarias, que lo demandarían con furiosa ansiedad a sus modistos, mientras se preguntaban por qué diantres no se les había ocurrido a ellas lucir aquel tono en la fiesta de graduación. De todos modos, habría resultado inútil: la virtud no estaba en el color, estaba en Edith Bastida.

- ¿Desea la señorita que solicite un transportador para ella?
La aparición de uno de los mayordomos, su figura desgarbada y su imponente voz grave sobresaltaron a Edith.
- No... - balbució - no, muchas gracias. Prefiero caminar hasta la parada.
- Como desee - accedió el hombre con una ligera reverencia. 
Al observarlo más de cerca, Edith comprobó que no parecía mucho mucho mayor que ella, pero su pelo ya había comenzado a encanecer. Presentaba una postura abatida, como si acumulara demasiados años o demasiado cansancio; si todavía no usaba ninguna prótesis orgánica le faltaría muy poco. Ése era, después de todo, el destino de todo aquel cuyos padres no ganaban lo suficiente para pagar una selección genética adecuada: convertirse en un cyborg. Así había sido tras la Guerra Trans-Continental, cuando una enorme nube de cenizas radioactivas había envuelto la Tierra durante más de cinco años. La nube desapareció, pero sus efectos persistieron, y persistirían durante generaciones enteras. Muchos emigraron a las colonias exteriores, pero tal vez porque el planeta se quedó un tanto aligerado de peso, otros debieron pensar que no estaba del todo mal aquello de formar su propio reino privado sin demasiada competencia. La mayoría no pudo elegir.

Edith pertenecía a la élite: los pocos que eran preparados mediante una cuidada ingeniería genética para sobrevivir en aquel entorno envenenado, los que llegaban a la universidad, vivían en mansiones patrulladas por androides y se preparaban para trabajar en cualquier lugar de las colonias, tal vez muy lejos de la Tierra y de su atmósfera viciada a base de radioactividad y estupidez humana. Edith se había preguntado en numerosas ocasiones si ella también acabaría emigrando, pero le parecía poco probable: todo era mucho más fácil si podías disfrutar de un día de playa, una acampada o un paseo por el monte sin temor a que la polución radioactiva te afectase, y ella amaba el brillo del sol y color del cielo, que resistía impenitetemente azul pese a las miles de embestidas sufridas. Aquellos que no recibían el tratamiento genético adecuado y no podían escapar a las colonias, rezaban para poder pagar los recambios cibernéticos a sus maltrechos órganos, como le ocurría a aquel mayordomo.

La pista de gravilla terminó, pero el suelo liso en el que traqueteaban sus tacones no trajo la paz a Edith. Tal vez por el hecho de no tener que preocuparse tanto de que sus tobillos se torciesen con algún traicionero paso, su mente dejó abiertas varias vías secundarias para que el pensamiento que ocultaba en lo más profundo de sí misma, aparentemente aletargado, la tomase por sorpresa.

Puede que también ayudara la estatua del viejo Nathaniel Evans, presidiendo el campus universitario y recortándose contra el cielo nocturno. Sí, definitivamente, todo aquello era culpa de Nathaniel Evans.

(Continuará...)

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