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Todo el mundo conocía a Nathaniel Evans, incluso los niños y los differ-mens, aquellos individuos con bajas capacidades intelectuales. Se podría decir que el eminente científico e ingeniero había marcado a fuego la Historia de las Civilizaciones, de todas ellas. Su vida se estudiaba en las escuelas, y se hablaba largamente de su ejemplo a los jóvenes. La mayoría ignoraba de forma deliberada su muerte, que se había producido de manera ignominiosa, en una anónima y oscura institución para dementes y débiles mentales.
Nathaniel Evans había nacido en una familia muy humilde en los peores tiempos de la postguerra. La radiación lo había afectado cuando aún era un feto, llenando su cuerpo de bultos y deformidades: cojeaba ostensiblemente, comenzó a perder el cabello a los ocho años y ya desde su nacimiento hubieron de convertirlo en un cyborg para que pudiera seguir vivo. Sin embargo, ni las cenizas radioactivas ni los vapores venenosos que impregnaban el aire afectaron ni un ápice a su inteligencia, que se reveló brillante desde su más tierna infancia. Nathaniel Evans logró lo que muy pocos conseguían: que Edward Huxley, el tozudo multimillonario que se había hecho famoso por abanderar el movimiento Casa-Tierra, se fijase en uno de sus proyectos de un concurso de Ciencias cuando el pequeño sólo contaba diez años y se comprometiese a financiar sus estudios. Nathaniel acudió a la universidad rodeado de ejemplares modelados por la ingeniería genética más avanzada y los superó a todos con creces.
Desde el Instituto de Ciencias Robóticas, del que entró a formar parte ganándose el puesto a pulso entre una decena de dilentantes inútiles y que posteriormente presidiría, Nathaniel impulsó la creación de los primeros androides con apariencia verdaderamente humana y salida al público general. Fue una revolución sin precedentes: por fin se acabó el ver merodear por la cocina a aquellos cacharros metálicos que sólo se diferenciaban unos de otros en el tono de la pintura metálica y el timbre de la mecánica e impersonal voz. El genio de Nathaniel Evans los transformó en amigos confiables de rostro bastante humano; los diseños fueron mejorando con el tiempo, hasta que incluso comenzaron a surgir organizaciones de fanáticos - o al menos, así las llamaba Nathaniel - que clamaban porque cesara el empeño de perfeccionar los androides y reclamaban que la humanidad fuera, en definitiva, un atributo exclusivamente humano.
La Historia alcanzaba un acuerdo bastante unánime a la hora de describir su vida, su obra y su ascenso a la altura de mito viviente, pero cuando de examinar su caída se trataba, comenzaban las divergencias: algunos lo achacaban a su misma biología, estropeada, según ellos, desde su concepción, y que degeneró hasta desembocar en la locura; otros culpaban a la deriva lógica de su exacerbada creatividad, y eran mayoría quienes, con gesto circunspecto y cara de circunstancias, aludía al disgusto de Nathaniel a raíz del escándalo del modelo Breeding-B3. Lo cierto es que las noticias oficiales informaron en su tiempo de una enfermedad repentina del genio y de su traslado urgente a un sanatorio; "olvidaron" convenientemente mencionar que se trataba de un sanatorio mental. Nathaniel Evans nunca volvió al Instituto de Ciencias Robóticas y cuando los pasmados ciudadanos se enteraron de su muerte - Nathaniel se había convertido en uno de esos personajes populares recubiertos con un halo de familiaridad tal que hace casi imposible plantearse la posibilidad de su muerte -, recibieron la noticia de un digno infarto. Nadie mencionó la institución psiquiátrica, y el genio emergió de su misteriosa desaparición para despedirse en un funeral multitudinario y ser elevado a la categoría de mito de forma inmediata.
Para entonces, aunque algunas de sus teorías e innovaciones hubieran sido desestimadas tras el escándalo de los Breeding-B3, los ingenios de Nathaniel Evans habían cambiado el mundo para siempre, tanto en la Tierra como en las colonias exteriores, donde la venta de androides se disparó. El equipo del Instituto de Ciencias Robóticas había diseñado androides de combate, androides de salvamento, androides de labores físicas - que eran programados para la agricultura, la industria o la minería, según las necesidades del comprador -, androides domésticos e incluso androides de amor, que Evans sacó al mercado a partir de un prototipo femenino creado para satisfacer sus propias necesidades y que habían revolucionado el mundo de la "prostitución" masculina (muchas mujeres debían encontrar menos embarazoso usar una máquina que a un ser humano, por muy real que pareciese el androide).
Pero el robot que mejor acogida halló y más éxito tuvo fue, sin duda, el modelo Breeding, o robot de crianza, como se le llamó popularmente. Constituían una asombrosa combinación entre androide doméstico y maestro de infancia; podían ocuparse de la educación de los niños del hogar y, cuando estos hubieran crecido lo suficiente para criarse solos, seguir ocupándose de las faenas caseras. Y lo más importante: llevaban el particular sello de los modelos de Nathaniel Evans. La regla era clara: para que un androide adquiriese ese especial aspecto que lo aproximaba a un ser humano, no debía ser perfecto. Un ojo un poco más grande que otro, la comisura de un labio que se eleva antes que su gemela, un simpático e imprevisto hoyuelo, un remolino en el pelo... Él mismo supervisaba los detalles de la creación de cada fisonomía. Los androides de crianza, tanto femeninos como masculinos, presentaban un rictus de ternura en el rostro y un timbre de voz dulce, serena o reconfortante. A nivel interno, los cerebros breeding presentaban una potenciación de las áreas relacionadas con la protección, el juego, el apego y el afecto. La calidad y los precios populares de los breeding hicieron que causaran furor en el mercado, sobre todo entre las clases medias y altas: eran simpáticos, pacientes y adoraban a los niños, ¿qué más se les podía pedir? Nada, como no fuera que siguieran siendo siempre así. Ahí residía el fallo.
Nathaniel Evans nunca se conformó con diseñar bonitos y útiles androides con rostros casi humanos. Tenía sueños creativos, sueños en los que sus criaturas evolucionaban como individuos libres. Mientras en las calles las asociaciones pro-humanas, como dieron en llamarse, denostaban al androide y pedían una vuelta a los días en que tenían verdadera apariencia de máquina, la cabeza de Evans pululaba con ideas que sus detractores no hubieran dudado en calificar de aberrantes e inmorales. Había hallado la manera de dotar al androide de cierta capacidad de libertad, y la probó en sus joyas, los breeding, en concreto en el nuevo modelo Breeding-B3. Los B3 nacieron con cerebros digitales, como sus hermanos de otras utilidades, pero sus conexiones neuronales habían sido destrabadas y poseían un amplio margen de innovación en las combinaciones que generaban su pensamiento.
Nadie lo notó en un principio, y los B3 se vendieron con la misma facilidad, incluso más, que los anteriores modelos. Seguían siendo afectuosos, pacientes y buenos educadores, pero la alarma saltó cuando Betsy-B3, como la llamaban sus amos, los Carter-Brown, le comentó a su dueña que se hallaba muy triste desde que el joven Bruno, al que había criado desde pequeño, se había ido a la universidad, y que estaba pensado en la posibilidad de tener ella misma un hijo, no biológicamente (sabía que eso era imposible), pero sí por adopción, y le pedía ayuda para enfrentarse a ese trámite, confiada en que una mujer que había sido madre comprendería a otra mujer. ¿Triste?, ¿pensar?, ¿adopción?, ¿mujer?... aquellas palabras escandalizaron a la señora Carter-Brown: se suponía que Betsy era un androide femenino, así que no se ponía triste, ni pensaba en cosas como ser madre o adoptar... y sobre todo, sabía que era una androide, y jamás aspiraría a ser una mujer, una mujer real. La señora Carter-Brown consultó con su esposo, un juez del Tribunal Supremo Colonial, y ambos, alarmados, decidieron solicitar al Insitituto de Ciencias Robóticas que desconectara a Betsy. La noticia se filtró a la prensa, y el caso de Betsy-B3 conmovió y escandalizó a la sociedad a partes iguales. Mientras que las asociaciones pro-humanas reclamaban que la razón las asistía y solicitaban la retirada de todos los androides de Evans, los defensores de los robots se situaban en el extremo opuesto y demandaban una ampliación de sus derechos, para que dejasen de ser "los esclavos del siglo XXV", como los denominaba Harold Said, el lider del movimiento Gran Humanidad.
En el Instituto de Ciencias Robóticas, Nathaniel Evans se encontró acosado por el consejo de administración y desautorizado por parte de su equipo. Le reprochaban haber tomado la decisión de hacer cambios en el cerebro Breeding-B3 de forma unilateral, poniendo en peligro la concepción que el ciudadano común tenía del androide como máquina y dejando en una posición delicada al instituto. Lo que más le dolió a Evans fue, sin duda, la traición de Ralph Metzger, su más eminente discípulo. Metzger se posicionó en su contra, abogando por la destrucción de los B3 y ofreciéndose como voluntario ante el consejo para llevar a cabo la odiosa tarea. Nathaniel Evans se negó: él había supervisado la creación de cada uno de los B3, así que sería él quien los mirara a los ojos en su desconexión. El consejo de administración y el mismo Metzger aceptaron encantados, lavándose las manos. Evans sólo puso una condición: que no se impusiera la destrucción generalizada de los B3, sino que tal posibilidad se dejara a la libre decisión del cliente: él y sólo él debía decidir si quería desprenderse de su androide.
En contra de lo que Nathaniel Evans había eperado, la respuesta fue masiva: algo así como una corriente de pánico sacudió a la sociedad hasta sus cimientos, y el desfile de propietarios acompañados por sus B3 camino de la desconexión parecía interminable. El todavía director del Instituto de Ciencias Robóticas se ocupó de cada caso y lloró en silencio cada vez que la inexpresividad sustituía a la vida en los ojos de los androides, esos cuyo rostro él mismo había diseñado. Los recordaba a todos y cada uno de ellos, y por eso mismo carecía de respuesta al interrogante mudo que le planteaba cada par de ojos. Nathaniel Evans se fue vaciando de vida al mismo tiempo que los B3, y llenándose de odio, un odio inabarcable, más venenoso que las emanaciones radioactivas, contra aquella sociedad miedosa y absurda, que había pasado de amar e idolatrar a los androides de crianza a destruirlos por simple prevención... ¿prevención de qué?, se preguntaba amargamente Evans. Si había seleccionado a los breeding para hacer las pruebas de una voluntad libre era por su misma naturaleza tierna y cariñosa, ¿qué amenaza podían constituir?, ¿qué amenaza constituía Betsy-B3 deseando ser madre?, ¿acaso iba a ser peor que muchos padres, humanos pero totalmente desnaturalizados, que se deshacían sin remordimiento de sus hijos o los maltrataban sin piedad? Hubo incluso gente tan obtusa que condenó a la desconexión a sus androides de las series B1 o B2, modelos que carecían de la posibilidad de voluntad libre de los B3.
En los últimos meses de aquellas desconexiones masivas, Nathaniel Evans actuaba como un autómata: recorría cabizbajo, con los ojos desorbitados, los pasillos del Instituto de Robótica, como un alma en pena, o más bien como alguien que hubiera perdido su alma y cuyo cuerpo, ausente de conciencia, continuase ejecutando las acostumbradas rutinas sin más ni más. Tal vez Nathaniel Evans se había transformado también en un robot, uno de los primeros, esos torpes cacharros metálicos de tareas domésticas de voz electrónica y desacompasada y maneras torponas.
Para acabar de rematar el asunto, Ralph Metzger se hizo con el control de facto del consejo de administración del instituto, y con su olfato comercial realizó una propuesta definitiva: los decepcionados propietarios de B3 que habían enviado a sus androides a la desconexión merecían una compensación... ¿qué tal si lanzaban al mercado la serie Nova por un módico precio, rebaja incluida para quienes se hubieran visto forzados a destruir sus anteriores robots? El consejo de administración aceptó la propuesta y ésta revirtió en pingües beneficios para el instituto. El Nova tuvo aún más éxito que sus predecesores. La fórmula era sencilla: se trataba de androides con sistemas de conexiones neuronales trabados y rostros angulosos y perfectos que abandonaban la concepción de humanidad de los diseños de Nathaniel Evans. Tras el escándalo de los B3, la sociedad acogió el cambio con alivio: ya jamás nadie tendría que preguntarse si se hallaban ante un ser humano o un androide, y lo más importante, a un Nova jamás se le ocurriría la descabellada idea de intentar imitar a la inimitable raza humana. Incluso las organizaciones pro-humanas rebajaron un tanto la presión sobre la industria robótica y su principal dirigente, Ernest Palmer, felicitó a Metzger en uno de sus discursos por el cambio de política del instituto y "el retorno a la vía de la razón".
Para Nathaniel Evans, por el contrario, la nueva serie de androides supuso la certificación del fracaso de su carrera y, en general, de toda su vida: tras luchar por humanizar al androide, por dotarlo de voluntad y libertad, la sociedad entera optaba por dar un paso atrás y se regocijaba de ello. Decepcionado y traicionado en sus convicciones más íntimas, perdió los nervios y la compostura en un consejo de administración: comenzó con un discurso emotivo y ofendido para derivar en reproches e insultos a todos los miembros del consejo y finalmente, en una más que notoria crisis de ansiedad. Lo ingresaron de forma preventiva, y él mismo solicitó que su estancia en el sanatorio se hiciera permanente: en su ausencia, Metzger había sido nombrado presidente provisional del instituto, y Evans consideró que ya no tenía ningún sentido interponerse en su meteórica carrera. Solicitó la compañía de Natasha, su androide particular, a cuyo nombre se negaba a añadir el identificativo de la clase y la serie, y se dejó morir junto a ella en el psiquiátrico.
Edith Bastida rememoró algunos detalles de la biografía del genio al ver su estatua. Sabía que el amor de Nathaniel Evans por su obra había trascendido a su muerte: en su testamento le había otorgado plena libertad a Natasha, que apareció misteriosamente desconectada tan sólo un año más tarde, víctima, según la versión oficial, de un grupo de fanáticos pro-humanos, aunque no faltó quien señalara a Metzger, en un último gesto de venganza contra el que había sido su maestro.
Edith sabía también que ni todas las estatuas del mundo podrían compensar al revolucionario científico por la pérdida de sus obras: los diseños de Evans habían sido realizados con la idea de perdurar, pero la gente se había visto seducida por los relucientes Nova y las generaciones posteriores: los nuevos robots habían ido sustituyendo a los antiguos en todos los ámbitos, comenzando por los androides de amor (la clientela prefería el aspecto impersonal de los nuevos modelos) y siguiendo por los militares, los de rescate o los dedicados a las tareas más dispares. Se ponía como excusa, totalmente falsa, la mayor eficacia de las recientes generaciones, y se desecharon androides que podrían haber durado al menos el doble o el triple de tiempo estando bien cuidados: la gente se hartaba de ellos como se cansaba del color de su coche o de su modelo de móvil, aerodeslizador, videófono o generador de hologramas. La mayoría no les otorgaba más personalidad que a su lavadora o a su aparato de cine casero, y les resultaba fáci deshacerse de ellos.
No hacía mucho que se había celebrado el centenario de la muerte de Nathaniel Evans, pero sus creaciones ya sólo eran piezas de museos, recuerdos en los libros de Historia y fórmulas endiabladamente retorcidas en los de Ciencias Robóticas y de la Computación. La misma Edith las había estudiado durante su carrera de Tecnomedicina hasta saberlas de memoria, no sólo por su trascendencia, sino para intentar darle una explicación a los pensamientos - evitaba referirse a ellos como sentimientos - que se arremolinaban en su mente; en aquel mismo momento las repasaba atropelladamente mientras aguardaba la llegada de un transportador. Un vehículo reluciente la detectó y se detuvo ante ella. Edith se arrellanó en sus cómodos asientos de color gris metálico y tecleó en la pantalla la dirección de su casa. El transportador estaba cerrado y deliciosamente climatizado, pero no bastaba para ponerla a salvo de sí misma; cerró los ojo y trató de no pensar. La mayoría de los diseños de Nathaniel Evans habían sido desconectados, eran historia, pero no todos... Edith sabía que al menos quedaba uno en activo, y era propiedad de la familia Bastida.
Continuará...
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