martes, 21 de abril de 2009

LA MUJER DE LAS MIL CARAS (I)

- ¿La conoce? - le preguntó el detective - La llaman la Mujer de las Mil Caras. Por eso es tan difícil encontrarla... ¡y me lo han encargado a mí! No tenía suficiente con seguir a maridos y mujeres presuntamente infieles o saldar cuentas más bien oscuras, que ahora debo atrapar un mito. Pero el cliente paga bien, ya sabe, uno de esos ilusos románticos con demasiado dinero y aún más tiempo libre. Seguramente se habrá colado por una damisela de moral dudosa y la ha idealizado como hacen los poetas, pero los poetas malos, de esos que comen todos los días más de lo que necesitan y llevan ropa de marca. ¿Quién se cree algo de esa clase de poetas? Sólo el hambre y las penurias despiertan a las Musas... pero estoy hablando demasiado, siempre me pasa cuando bebo más whisky de la cuenta, y siempre bebo más de la cuenta cuando no tengo por dónde coger un caso, y... éste es el caso más retorcido al que me he enfrentado. Diga, ¿sabe algo? ¿La ha visto...?


En ese momento, el detective se detuvo azorado. No tenía ningún sentido preguntarle al pianista ciego del local si había visto algo. Una de las típicas meteduras de pata de borracho, pero sabía que, sin embargo, no era ninguna metedura de pata preguntarle a él. A pesar de que el pianista fuera ciego, sabía más que nadie de la vida nocturna del local. El pianista no pareció tomárselo a mal, y esbozó una media sonrisa. Se llevó a los labios la copa de tequila que estaba bebiendo a costa de la urgencia del detective.

- ¿Cuánto le paga su cliente? - preguntó con aquella voz meliflua que se transformaba milagrosamente cuando el pianista cantaba algún tema desgarrado, de esos que arañaban el cristal y los corazones.

- ¿Acaso pretende un porcentaje, una comisión? - le espetó el detective con malos modos.

- En modo alguno - negó el pianista con una sonrisa - Aquí me pagan bien, y yo soy un hombre parco y sin demasiados vicios. Sólo pretendía calcular el grado de idiotez de su cliente, o su grado de insatisfacción, que casi viene a ser lo mismo en este caso.

- ¿Qué quiere decir?

- Que atrapar a la Mujer de las Mil Caras es tan imposible como sencillo, todo depende de saber ver, de saber entender...

- ¿De ver qué?

- De verla a ella...

- ¿Y usted habla de ver? - se rió el detective amargamente.

- Existen muchas clases de ojos - respondió enigmáticamente el pianista.

El detective no contestó, pero puso encima de la mesa, junto a la mano del pianista, dos de los grandes.

- ¿Será capaz de hablar sin enigmas con este aliciente? - preguntó con aspereza.

El pianista sonrió con candidez, y apartó de sí los dos billetes.

- No necesito que el papel moneda me tire de la lengua.

- ¡Así que es un hombre íntegro! - se burló el detective con una risotada sarcástica.

- La música te hace mejor persona - se justificó el pianista - Además, ya le he dicho que cobro bien... y jamás pediría dinero por contarle una historia.

El detective no contestó, a pesar de que no tenía demasiado tiempo para escuchar cuentos. El pianista comenzó tras dar otro trago al vaso de tequila.


- Dicen que a veces viene por aquí, figúrese... la Mujer de las Mil Caras también se siente atraída por antros de tercera categoría, lóbregos, deprimentes, con música irreconocible pasada de moda y jugadores de naipes refugiados en un rincón, tras un velo de humo pestilente de tabaco y sabrá Dios qué sustancias más. Aquí, el refugio de los desgraciados que ya lo han dado todo por perdido, donde acechan mujeres de pasado triste y futuro no menos desalentador, ésas que llevan demasiado carmín en los labios y se mueven con cadencias pecadoras. A ella también le atraen estos ambientes de novela negra, porque reflejan la sordidez simpática y perdedora de su alma, esa parte canalla que no puede negar. Se pasea entre los cincuentones alcoholizados y las rubias de bote de figura escultural, y al mirar en sus ojos se imagina historias formidables que nadie se atreve a contar.

Cuando se hace de día abandona las entrañas de la perversión y sale fuera, y se moja con cualquier llovizna que ensucia de barro las aceras, y se impregna del olor a fracaso que destila la ciudad a esas horas. Son las horas decentes del día, por supuesto, cuando cientos de personas de bien se dirigen a su condena cotidiana con la mente ausente en cualquier pamplina publicitaria que los distrae de su realidad. Coge el metro. Allí, un ejecutivo pegado al ordenador bucea en los misterios de las fluctuaciones bursátiles, mientras dos mujeres comentan las mentiras que han inventado sobre sus vidas supuestamente felices. La Mujer de las Mil Caras escucha también entonces, y queda avisada de los peligros de renunciar a los sueños.

2 comentarios:

Electric Feel dijo...

Me gusto la historia, aunque me quede con ganas de un final más concreto :D

Galastah dijo...

Ja, ja... Muchas gracias, pero es que aún no está acabada. Me falta la segunda parte, pero como estoy agobiada con el final de curso, los exámenes y las notas, aún no le he escrito. Pero pronto se verá por aquí. Saludos.