CREPÚSCULO EN EL PUERTO
El
barco arribó en el crepúsculo, cuando las luces de la ciudad ya se estaban
encendiendo. En la lejanía, el sol doraba el poniente envuelto en brumas,
impidiendo ver lo que se extendía más allá de la boca de mar encajonada entre
colinas que hacían de aquel puerto el más resguardado de la costa. “El más
resguardado, sí, pero no el más seguro. Hay algo muy siniestro en ese lugar”
había dicho el viejo lobo de mar, divagando mientras ahogaba las penas en ron.
El capitán recordaba ahora sus palabras, y tragando saliva hubo de admitir que
tenía razón, y que ni siquiera llevar entre su tripulación a uno de los de la
Gente Pequeña ayudaba a calmar sus aprensiones; lo divisó en la proa, envuelto
en una capa con capucha, apoyado en el sempiterno cayado cuyo golpeteo sordo en
las tablas de cubierta anunciaban sin posible error a su misterioso dueño. El
hombrecillo era el único que observaba con anhelo el puerto y la ciudad; el
capitán habría pagado por no tener que recalar en aquel sitio, pero los graves
desperfectos que había sufrido la nave tras el enfrentamiento con el enemigo no
dejaban muchas más opciones: había que repararla, y ningún lugar podía
brindarse tan conveniente como aquel.
Observó
la ciudad y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Mientras que los
muelles tenían un tamaño adecuado para su navío de guerra, todo lo demás era diminuto,
de la estatura que las gentes hurañas y reservadas que habitaban el lugar: la
exigua boca de túnel dando paso al canal que penetraba en la urbe, partiéndola
en dos mitades; los puentes de barandillas bajas, forjadas en hierro al que,
milagrosamente, no había afectado el salitre y las casas, arracimándose
alrededor de los muelles como si no fueran más que maquetas de una ciudad real.
Se
preguntó si el resto de la población estaba tan cuajado de escaleras como el
puerto: escalones de piedra de escasa altura serpenteaban desde los muelles de
madera desvencijada y carcomida por la humedad, sin orden fijo, sin
planificación, y se extendían por doquier sin que la vista del capitán lograra
definir su final; sonrió aliviado ante la perspectiva de pasar la noche a bordo
y no tener que internarse en aquellas callejas irregulares y zigzagueantes en
busca de algún alojamiento de su medida.
Contempló
las viviendas, que deberían haberle resultado de apariencia agradable o al
menos curiosa, sin acertar a comprender
por qué se le antojaban tan inquietantes. Pareciera como si cada una de ellas hubiese
sido erigida en momentos distintos, sin derribar lo anteriormente construido:
los tejados se superponían, y era común observar buhardillas y pequeños
torreones que surgían en ellos, como indiscretas cotillas de lo que pasaba un
poco más allá de los muros del hogar. El capitán imaginó a las familias de la
Gente Pequeña, cenando tras las ventanas iluminadas, aparentemente ajenas al
mundo, pero observando a los demás tras un cristal vidriado lo suficientemente disimulado
y hermoso.
Suspiró
con resignación al contemplar la sombría vista del puerto, al mismo tiempo que
le llegaba un ligero aroma acre que se le metió en las fosas nasales,
haciéndole recordar viejas historias que el hombrecillo del bastón le contaba
sobre los secretos brebajes que preparaba su gente: pudo imaginar que a eso se
debían el hedor que, conforme se acercaban a los muelles se hacía más evidente,
y la bruma que envolvía la ciudad saturando la
atmósfera. El cielo era una bóveda de nubes grises y plomizas sobre las casas,
y sólo se tornaba anaranjado, rojizo, hacia el oeste, iluminado por el último
sol. Antes de que el crepúsculo se lo llevara y que la nave se internara
definitivamente en los oscuros recovecos del puerto, el capitán dejó sus ojos
prendidos en el horizonte, en las dos moles de piedra que representaban a los
dioses de aquella gente, en el faro puntiagudo que pronto tomaría el relevo del
astro rey, en la luminosidad etérea y suave que ya se apagaba para dejar paso a
la más descorazonadora oscuridad.
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