¿No os habéis preguntado alguna vez por la historia que ocultaba un determinado cuadro, por la historia que había detrás de esas imágenes? ¿Qué ocurría en la cabeza del artista para pintar precisamente lo que pintó? En las obras de carácter mitológico o religioso, esa duda es mínima: el pintor quiso representar a la Virgen o a Ícaro en el momento de precipitarse al vacío, fin de la historia. Sobre él pueden actuar múltiples factores que lo lleven a pintar precisamente eso, y no cualquier otra cosa, pero la temática está bastante clara.
Sin embargo, en los cuadros conntemporáneos no sucede eso, y muchos parecen ocultar toda una historia tras de sí, y su contemplación abre de par en par las puertas a la imaginación.
Creo que la primera vez que yo me hice las preguntas que he formulado al principio, aunque tal vez fuera de manera inconsciente, fue al contemplar "El grito" de Munch en el libro de Ciencias Sociales de 8º de E.G.B. Aquel cuadro me pareció horrible, pero también irresistiblemente magnético. Busqué en el pie de foto, y en el texto que lo acompañaba, y todo lo que se me decía allí era que pertenecía al movimiento expresionita, caracterizado por plasmar la angustia de los individuos ante la soledad y una sociedad deshumanizada. La explicación es correcta, convincente y adecuada, pero desde entonces, había fantaseado alguna que otra vez con la historia que se ocultaba detrás de ese cuadro, aun cuando posteriormente me enterara incluso de quién era cada personaje (el que grita es el mismo Munch y los que se alejan, dos amigos que parecen indiferentes ante la angustia del artista). Pero es que un cuadro como éste da para varias historias... De ahí surgió la idea de inventar algunas historias sobre mis cuadros favoritos. Os dejo aquí la de "El grito" que escribí el pasado verano. Por si no os gustan las temáticas tan lúgubres, próximamente colgaré la de otro cuadro mucho más positivo.
EL GRITO
Puede que sí, doctora, puede que sí. Lo admito. Tal vez
tengan razón las gentes que me han rodeado en el puente, preguntándome con
compasión, extrañeza y horror qué me pasaba; puede que el más cuerdo de ellos
haya sido el que les ha llamado a ustedes, presuponiendo que estoy loco,
arrogándose el papel de improvisado psiquiatra. Sí, tal vez esté loco.
Pero también puede ser que los locos sean ellos, que
seamos todos. ¿Sabe una cosa, doctora? La sociedad está aquejada de angustia,
pero nunca la expone, nunca la grita. Yo lo he visto, lo veo, a diario: gentes
que van a encerrarse en cubículos a los que llaman oficinas, las caras grises,
el paso apresurado de los que no saben por qué van a donde van, y por eso
aceleran, porque tal vez, si logran llegar antes de que la duda se abra paso en
su cerebro, estarán a salvo de sí mismos. La sociedad duda, doctora, pero no
admite que duda.
¿Cree usted que este sitio está lleno? Yo diría que todo
lo contrario, que más de la mitad de los fantasmas con los que me cruzo cada
mañana deberían estar aquí, junto a esquizofrénicos, catatónicos, psicóticos,
delirantes, paranoicos y el resto de dementes que circulan por estos pasillos o
sufren aislamiento tras las rejas de alguna de sus acogedoras celdas. ¿También
hay una celda para mí, doctora? ¿Una de ésas pintadas de blanco impecable, blanco
nuclear, como el del mejor detergente, especialmente diseñada para neutralizar
las ideas? Colóqueme en una situada junto a la de un demente que grite mucho,
que grite tanto y tan fuerte que sus alaridos logren traspasar la
insonorización a que someten sus instalaciones. Quiero escuchar gritos, sí,
doctora. Así yo también podré gritar, y ambos formaremos un simpático coro de
berridos. También usted debería gritar, todos y cada uno de los seres humanos a
los que llamamos cuerdos deberían hacerlo, deberían liberar el tormento de la
angustia que diariamente viven en un único y desesperado grito que desplazara
el eje de rotación del planeta… ¿puede el sonido hacer eso? ¿Qué opina usted,
doctora?
¿Sabe que algunos días nadie me habla? Absolutamente
nadie. Son días muy curiosos, no crea… En esos días, sólo el despertador parece
darse cuenta de que existo y monótonamente me recuerda mis obligaciones. Me
levanto, y miro por la ventana, y fuera el mundo es siempre igual, siempre
gris, aunque brille un sol espléndido: el gris del asfalto, el gris de los
edificios… Los que están frente a mi piso son tan altos que me impiden ver el
azul del cielo o las nubes, tengo que esperar a salir de casa para enterarme de
la meteorología. Maldito sea el infame que estableció que los edificios tenían
que ser grises; en el gris no hay seriedad, hay tristeza.
Le ahorraré las rutinas cotidianas, no hay nada
significativo en ellas: todos los desayunos son iguales, al menos los míos lo
son, aunque algunos anuncios se empeñen en asegurarme que con sus productos se
convertirán en momentos felices. Créame, tomar un café y una tostada requemada
escuchando tragedias en el telediario nunca es memorable.
También yo trabajo en una oficina. Cuando pienso en ello
tengo que reírme. Mis padres me aseguraban que debía estudiar una carrera con
futuro para llegar a ser alguien, y ahora no soy más que el tarado que perdió
la cabeza en el puente… De la carrera que estudié odio hasta el título que
tengo colgado en la pared, con sus letras elegantes y las orlas y cenefas de
rigor, recargadas y absurdas; pensé que era un billete para la libertad y no ha
sido más que una sentencia a cadena perpetua. Ya sé que nunca se es viejo para
comenzar de nuevo, o al menos eso dicen, pero a mí me anestesiaron las ganas y
el alma hace tiempo, ahora no sé ni quién soy, tal vez por eso he armado tanto
jaleo en el puente.
Volviendo a lo que le decía de la incomunicación, eso de
que hay días en los que nadie me habla… ¿sabe que hoy ni siquiera la cajera del
supermercado me ha hablado? Bueno, sí, me ha comunicado el importe de mi
compra, pero no hablaba conmigo, porque mantenía la vista baja y el gesto
ausente, como esos catatónicos que he visto de refilón mirando sin ver nada por
las ventanas de este lugar.
Tampoco en la oficina nadie me ha dirigido la palabra, no
gozo allí de muchos amigos, y Pérez, tal vez el único que se acerca remotamente
a esa definición, no ha venido hoy: tenía que llevar a su madre al médico.
Tampoco fumo, así que no dispongo de ningún ratito en la puerta del edificio echando
humo y charlando con los compañeros de temas intrascendentes. Por todo eso, lo
único que he hecho ha sido dirigirme a mi puesto de trabajo, un cubículo
aislado, con el ordenador como único acceso al mundo de afuera, y allí me he
encontrado con los expedientes que debía gestionar hoy cuidadosamente ordenados
encima de mi mesa. Esta Paqui… siempre tan diligente, tan ordenada, tan
silenciosa y arisca…
Le ahorraré el relato de mi silenciosa comida, y la
silenciosa tarde, también en la oficina. He acabado al fin con los expedientes y
me he marchado. Nadie me esperaba en casa, ni tampoco tenía ningún mensaje en
el móvil ni el contestador: ningún amigo al que le apeteciera una cerveza,
ninguna noticia de mi novia. Sí, aún somos novios, aunque ella me haya dicho
que quiere tomarse un tiempo para pensar... ¿en qué? No sé, imagino que si en
aún le quedan ganas de seguir hablando conmigo o me propina un silencio
definitivo en los oídos y en el alma.
En casa había tanto silencio que he decidido salir un
poco, por eso me he dirigido al puente. Ha querido la mala suerte que llegase
justo en el crepúsculo, un crepúsculo de nubes rojas y retorcidas. No estaba
solo, mucha gente circulaba en una y otra dirección, mucha gente paseaba, pero
nadie me hablaba, ni siquiera he sentido ninguna mirada, ningunos ojos piadosos
sobre mi persona. Todos charlaban entre sí, animados, y yo no he podido
entender qué les podía motivar.
Sólo veía ante mí el cielo rojo, infernal; el puente gris
con barandas estridentemente naranjas; las aguas oscuras y onduladas a nuestros
pies... y la gente, pasando como un desfile de hormigas, como en una de esas
películas mudas, antiguas, donde los fotogramas se mueven a una velocidad
irreal y delirante… Y de pronto, todos esos elementos se han unido para crear
un silencio opresor en mi cabeza… como si el tiempo se hubiese parado un
momento y ese instante de cielos sangrientos y aguas negras fuese a hacerse
eterno… Silencio, más silencio… ¿Acaso existo? Ésa ha sido mi duda en ese
instante torturado de supremo silencio… ¿Cómo no iba a tratar de ponerle fin?
¡He tenido que romperlo, doctora! ¡He tenido que gritar! ¡Justo, justo como
estoy gritando ahora! Un grito para ahuyentar el silencio de la tarde, la
indiferencia del mundo, el gris de mi vida monótona y hueca en la que no soy
nada para nadie, para asegurarme, en ese momento de duda, de que existo, ¡sí,
existo! Existo porque grito, porque soy capaz de convocar a la gente tan sólo
con ese alarido de loco histérico, porque al fin soy alguien, o algo, para esa
multitud, aunque sólo sea una lamentable anécdota que contar en casa, aunque
sólo sea el loco que gritó en el puente.