Existe un lugar perdido en un oscuro recoveco del alma. Es difícil acceder allí, y a veces resulta sencillamente imposible. En ese lóbrego escondite acechan los recuerdos olvidados. ¿Se puede olvidar un recuerdo? Por supuesto, al igual que se puede traicionar la memoria. El motivo siempre es el mismo: olvidamos para protegernos... de la vergüenza, del miedo, de la intensidad de unos ojos que podrían dislocar nuestros esquemas, de un amor frustrado...
Permanecen en letargo, resguardados, esperando su momento, y su momento siempre llega. Se despiertan con la fuerza de un vendaval por el tímido roce de la seda: un olor, un color, una canción, una voz... no es necesario más para abrirles la puerta y desatar la tormenta.
Entonces sólo queda recorrer de su mano las procelosas sendas de la memoria, sacar del mundo de la casualidad algunas señales perdidas que tal vez no significaron nada, suspirar por tiempos pretendidamente mejores, dejarse arropar por la nostalgia... y finalmente, volver.
Volver a la realidad del presente, tan duro como todos los presentes que se pierden en añoranzas, hacer que los recuerdos retornen nuevamente a la caja del olvido que nunca debieron abandonar, y de la cual, seguro, volverán a escapar tras otro roce de seda, y vivir... a pesar de los ecos del pasado.